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Voces Recobradas
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APUNTES TEÓRICOS
SILENCIO
de Natalia Ginzburg en «Las pequeñas virtudes»
Si la palabra es el medio
expresivo más propio del hombre,
también el silencio alcanza esa
misma posibilidad, cuando
las palabras sobran, o
no alcanzan, o son imprudentes.
Los grandes misterios se abordan
con silencios, como los grandes
dolores o las confesiones más
confusas. Una exquisita
sensibilidad como la de Natalia
Ginzburg analiza esos modos
variados del silencio, que en la
Historia oral imponen un enorme
respeto y son tan reveladores
cuanto inefables.
“ e oído
Pelléas et
Mélisande
. De música no
entiendo nada. Sólo se me
ha ocurrido confrontar la
letra de los viejos libretos
de ópera (Pago con mi
sangre –el amor que puse
en ti), letras fuertes, san-
grientas, pesadas, con la
letra
de Pelléas et Mélisande
(J’ ai froid–ta chevelure)
; le-
tras fugaces, como de
agua. Del cansancio, del
disgusto por las letras
fuertes y sangrientas, ha
nacido esta letra de agua,
fría, huidiza.
Me he preguntado si
no ha sido ese
(Pelléas et
Mélisande)
el principio del
silencio.
Porque, entre los vi-
cios más extraños y gra-
ves de nuestra época, hay
que mencionar el silencio.
Los que hoy hemos pro-
bado a escribir novelas,
conocemos el disgusto, la
infelicidad que se apode-
ra de uno cuando llega el
momento de hacer hablar
a personajes entre sí. Du-
rante páginas y páginas,
nuestros personajes se
intercambian observacio-
nes insignificantes, pero
cargadas de una desola-
da tristeza: “¿Tienes
frío?”, “No, no tengo
frío”. “Quieres un poco
de té”, “No, gracias”.
“¿Estás cansado?”, “No lo
sé. Sí quizá estoy un poco
cansado”. Nuestros per-
sonajes hablan así. Ha-
blan así para engañar al
silencio. Hablan así por-
que no saben ya cómo
hablar. Poco a poco van
saliendo también las co-
sas más importantes, las
confesiones terribles:
“¿Le has matado?”, “Sí, le
he matado”. Arrancadas
dolorosamente al silen-
cio, surgen las pocas y es-
tériles palabras de nues-
tra época, como señales
de náufragos, fuegos en-
cendidos entre colinas
lejanísimas, débiles y de-
sesperadas llamadas que
el espacio se traga.
Entonces, cuando
queremos hacer hablar
entre sí a nuestros perso-
najes, medimos el profun-
do silencio que se ha ido
adensando poco a poco
en nuestro interior. Co-
menzamos a callar de ni-
ños, en la mesa, ante
nuestros padres, que nos
hablaban todavía con
esas palabras sangrientas
y pesadas. Nosotros per-
manecíamos callados. Es-
tábamos callados por pro-
testa o por desdén. Está-
bamos callados para ha-
cer comprender a nues-
tros padres que aquellas
grandes palabras suyas
no nos servían ya. Noso-
tros teníamos en reserva
otras. Emplearíamos
nuestras nuevas palabras
más tarde, con personas
que las comprendieran.
Éramos ricos de nuestro
“H
ilustración: Jorge Mallo
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Voces Recobradas
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Apuntes teóricos
Hebe Clementi
Autor
silencio. Ahora estába-
mos avergonzados y de-
sesperados de él, y cono-
cemos toda su miseria.
No nos hemos liberado
jamás de él. Aquellas
grandes palabras viejas
que servían a nuestros
padres son monedas fue-
ra de curso y no las acep-
ta ya nadie. Y las palabras
nuevas, nos hemos dado
cuenta que no tienen va-
lor, de que con ellas no se
compra nada. No sirven
para establecer relacio-
nes, son como agua, frías,
infecundas. No nos sirven
para escribir libros ni
para mantener ligada a
nosotros a una persona
querida, ni para salvar a
un amigo.
Entre los vicios de
nuestra época, sabido es
que está el de la sensación
de culpa: se habla y se es-
cribe mucho de ella. To-
dos la padecemos. Nos
sentimos implicados en
una historia cada día más
sucia. También se ha ha-
blado de la sensación de
pánico: todos la padece-
mos también. La sensa-
ción de pánico nace de la
sensación de culpa. Y
aquél que se siente espan-
tado y culpable, calla.
De la sensación de
culpa, de la sensación de
pánico, del silencio, cada
cual se busca un modo de
curarse. Unos se van a
hacer viajes. En el ansia
de ver países nuevos,
gente distinta, está la es-
peranza de dejar tras de
uno los propios turbios
fantasmas; está la secreta
esperanza de descubrir
en algún punto de la tie-
rra la persona que pueda
hablar con nosotros.
Otros se emborrachan
para olvidarse de sus tur-
bios fantasmas y para ha-
blar. Y están, también, to-
das las cosas que se hacen
para no tener que hablar:
unos se pasan las veladas
dormidos en una sala de
proyecciones, con una
mujer al lado a la que, de
esta forma no están obli-
gados a hablarle; otros
aprenden a jugar al brid-
ge; otros hacen el amor,
que se puede hacer tam-
bién sin palabras. Suele
decirse que estas cosas se
hacen para
engañar el
tiempo
: en realidad se ha-
cen para engañar al silen-
cio.
Existen dos especies
de silencio: el silencio
consigo mismo y el silen-
cio con los demás. Una y
otra forma nos hacen su-
frir igualmente. El silen-
cio con nosotros mismos
está dominado por una
violenta antipatía que nos
invade hacia nuestro pro-
pio ser, por el desprecio
hacia nuestra misma
alma, tan vil que no me-
rece que le digan nada.
Está claro que hay que
romper el silencio con
nosotros mismos si quere-
mos intentar romper el
silencio con los demás.
Está claro que no tenemos
ningún derecho a odiar a
nuestra propia persona,
ningún derecho a callar
nuestros pensamientos a
nuestra alma.
El medio más difun-
dido para liberarse del si-
lencio es ir a que le
psicoanalicen a uno. Ha-
blar incesantemente de sí
mismo a una persona que
escucha, que es pagada
para que escuche: poner
al descubierto las raíces
del propio silencio; sí,
esto quizá puede dar un
momentáneo alivio. Pero
el silencio es universal y
profundo. El silencio vol-
vemos a encontrarlo en
cuanto salimos por la
puerta de la habitación
donde aquella persona,
pagada para que escucha-
ra, escuchaba. Volvemos
a caer inmediatamente en
él. Entonces, aquel alivio
de una hora nos parece
superficial y trivial. El si-
lencio está sobre la tierra:
que se cure de él uno de
nosotros por una hora, no
sirve para la causa co-
mún.
Cuando vamos a que
nos psicoanalicen, nos di-
cen que tenemos que de-
jar de odiar con tanta
fuerza a nuestra propia
persona. Pero para libe-
rarnos de este odio, para
liberarnos de la sensación
de culpa, de pánico, del
silencio, se nos sugiere vi-
vir de acuerdo con la na-
turaleza, abandonarnos a
nuestro instinto, seguir
nuestro puro placer, ha-
cer de nuestra vida una
pura elección. Pero hacer
de la vida una pura elec-
ción no es vivir de acuer-
do con la naturaleza, sino
vivir contra natura, por-
que al hombre no le es
dado elegir siempre: el
hombre no ha elegido la
hora de su nacimiento, ni
su propio rostro ni a sus
padres, ni su infancia; el
hombre, en general, no
elige la hora de su muer-
te. El hombre no puede
sino aceptar su propio
rostro, del mismo modo
que no puede sino acep-
tar su propio destino; y la
única elección que le está
permitida es la elección
entre el bien y el mal, en-
tre lo justo y lo injusto,
entre la verdad y la men-
tira. Las cosas que nos di-
cen aquellos a los que
acudimos para que nos
psicoanalicen no sirven
porque no tienen en cuen-
ta nuestra responsabili-
dad moral, la única elec-
ción que no está permiti-
da en nuestra vida; los
que hemos ido a que nos
psicoanalicen sabemos
muy bien que aquella at-
mósfera de efímera liber-
tad en la que gozábamos
viviendo según nuestro
puro placer, era una at-
mósfera enrarecida, inna-
tural, en definitiva, una
atmósfera irrespirable.
En general, este vicio
del silencio que envenena
nuestra época suele ser
expresado con un lugar
común: “Se ha perdido el
gusto de la conversación”
es la expresión fútil, mun-
dana, de algo verdadero
y trágico. Diciendo “el
gusto de la conversa-
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Voces Recobradas
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ción”, no nombramos
nada que nos ayude a vi-
vir; pero lo que nos falta
es la posibilidad de una
libre y normal relación
entre los hombres, y nos
falta hasta el punto de
que algunos de nosotros
se han matado por la con-
ciencia de esta privación.
El silencio cosecha sus
víctimas día a día. El si-
lencio es una enfermedad
mortal.
Nunca como hoy las
suertes de los hombres
han estado tan estrecha-
mente ligadas entre sí, de
tal modo que el desastre
de uno es el desastre de
todos. Se verifica, pues,
este extraño hecho: que
los hombres se encuen-
tren estrechamente liga-
dos cada uno al destino
del otro, de modo que la
caída de uno solo arras-
tra a otros miles de seres,
y al mismo tiempo estan
todos sofocados por el si-
lencio, incapaces de
intercambiarse unas
cuantas palabras libres.
Por eso –porque el desas-
tre de uno es el desastre
de todos– los medios que
se nos ofrecen para curar-
nos del silencio se revelan
sin base. Se nos sugiere
que nos defendamos con
el egoísmo de la desespe-
ración. Pero el egoísmo
os escritos reagrupados en este volúmen (
Derecho
a la autobiografía
, La Nuova Italia Editrice, Firenze, 1988)
traen sus luces de una constelación compleja, que reúne
cuatro términos: oralidad, autobiografía, psicología, his-
toria. Como en los mapas astronómicos los signos del
Zodíaco muestran sus figuras solamente gracias a líneas
de puntos, que reúnen y enriquecen la estructura de los
astros, del mismo modo que los cuatro polos indicados
pueden revelarse como puntos espléndidos de una con-
figuración amplia y múltiple. Escrutándola más a fon-
do, quizá logren mostrar nuevas relaciones e imágenes,
hasta ahora invisibles. Mi hipótesis es que la constela-
ción sea relevante para comprender procesos que inte-
resan a la cultura occidental –que parten de ellas pero
aportan una contribución específica al crecimiento de
una cultura mundial– en los últimos dos siglos.
A mitad del setecientos, se destaca de hecho el co-
no ha resuelto jamás nin-
guna desesperación. Esta-
mos demasiado habitua-
dos incluso a llamar
enfer-
medades
a los vicios de
nuestra alma y a sufrirlos,
a dejarnos dirigir por
ellos, o a ablandarlos con
jarabes dulces, a curarlos
como si fueran enferme-
dades. El silencio debe ser
considerado y juzgado
desde un punto de vista
moral. No nos es dado
elegir ser felices o infeli-
ces. Pero
es preciso
elegir
no ser
diabólicamente
infe-
lices. El silencio puede lle-
gar a una forma de infeli-
cidad cerrada, monstruo-
sa,
diabólica
: puede envi-
ciar los días de la juven-
tud, hacer amargo el pan.
Puede llevar, como se ha
dicho, a la muerte.
El silencio debe ser
considerado, y juzgado,
desde un punto de vista
moral. Porque el silencio,
como la pereza y como la
lujuria, es un pecado. El
hecho de que sea un pe-
cado común de todos
nuestros semejantes en
nuestra época, de que sea
el fruto amargo de nues-
tra época malsana, no nos
exime del deber de reco-
nocer su naturaleza, de
llamarlo por su verdade-
ro nombre.”
EL RETORNO
DE LA ORALIDAD
Traducción de las primeras
páginas del libro de Luisa Passerini: “Storia e
Soggettovita: le fonti orali, la memoria”,
Firenze,1988.
L
mienzo de una certeza de las profundas diferencias in-
ducidas en los modos de pensar y de expresarse de los
seres humanos por parte de la dupla cultura oral/cultu-
ra escrita, o quirográfica. Este hilo puede ser considera-
do al menos para nuestros objetivos, la punta de la in-
trincada madeja. Puede observarse fácilmente que cada
uno de los cuatro términos en cuestión tiene relaciones
importantes con cada uno de los otros tres. Es pues en el
interior de esos informes y no sólo de los cuatro puntos,
que debe referirse la indagación. La oralidad, con su
correlato ya indispensable, la escritura, es un buen pun-
to de partida para trazar algunas líneas de un diseño
que reclamará muchas otras indagaciones profundas.
Asumir la oralidad en su conexión con lo escrito
quiere decir hacer nuestras las adquisiciones que en los
últimos 25 años han enriquecido la oralidad compara-
da, es decir esos “estudios sobre la oralidad como fenó-
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Voces Recobradas
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meno recurrente en las varias culturas que datan preci-
samente de los setenta”.
Si un punto de partida es el “buen salvaje” de
Rousseau, identificado como oralista por Jacques
Derrida, es cierto que sólo en las décadas más recientes
la apreciación de la diferencia entre oralidad y escritura
y de sus consecuencias sobre el desarrollo psicomental
humano, se ha traducido en adquisiciones específicas.
Los descubrimientos en este sentido han interesado a
las disciplinas más diversas desde la historia de la cul-
tura antigua a la neurofisiología, de las investigaciones
antropológicas a las lingüísticas y literarias. Uno de los
protagonistas de tal mutación es Eric A. Havelock, que
nos ha suministrado un interesante resumen en su bella
biografía intelectual (en la cual delinea pasajes de su
descubrimiento de la oralidad en sus propias obras) sea
en las contribuciones de otros en el mismo plano.
Havelock se coloca hábilmente en un observatorio pri-
vilegiado, dado desde lo alto de sus ochenta años, en su
larga carrera científica y del conocimiento también per-
sonal de tantos estudiosos y de sus propios anecdotarios
cotidianos. Impresionan en su escrito dos caracteres en
particular: el fuerte sentido de una CULTURA EURO-
PEA, como fenómeno unitario de la modernidad (que
debe entenderse no en el sentido tradicional de la
historiografía sino como conjunto temporal de procesos
culturales, en relación con los últimos dos siglos) y la
aguda percepción de la relación entre vivencias
autobiográficas y descubrimientos científicos. Para
Havelock, el momento en que se coagulan las tenden-
cias de períodos largos o medios, para redescubrir la
oralidad está en los primeros años de la década del se-
senta, y más precisamente entre 1962 y 1963, años en
que se publican algunos textos fundamentales de antro-
pología, biología, teoría de la comunicación e historia
del pensamiento antiguo
1
.
En la propia experiencia personal del autor se
reencuentra ese momento de “colisión cultural” que vie-
ne a ser la fragua de la comprensión científica.
En octubre de 1939 Havelock había experimentado
el efecto de un “Sortilegio oral” escuchando en Toronto
un discurso de Hitler, trasmitido por radio al aire libre.
La impresión que tuvo, frente a aquel renovado poder
de la palabra estuvo en la base de sus reflexiones sucesi-
vas, y no solamente las suyas, y se pregunta si McLuhan
y Lévi-Strauss no habrían vivido experiencias similares
y fueron marcados por ellas. “Era de veras el renaci-
miento de la oralidad”, también en el modo terrible y
siniestro del totalitarismo, y la aparición de un nuevo
tipo de comunidad “a partir de la voz”.
Havelock sabe bien que esta circunstancia fue una
“resurrección parcial”. Pocos años después de esto que
consideró la fecha crucial, 1963, se publica el libro de
Walter Ong, que individualiza los tres estadios de la his-
toria de la cultura: el de la cultura oral-aural, el de la
escritura (con el alfabeto y la imprenta), y el electrónico.
Después de los análisis de Ong se hace imposible con-
fundir la oralidad primaria, propias de las sociedades
donde no ha aparecido la escritura, con la oralidad de
retorno, que conocemos hoy a través del predominio del
teléfono, la radio, la televisión, cuya existencia depende
de la escritura y la imprenta
2
.
El aspecto más interesante por lo que se relaciona
con nosotros,
es el redescubrimiento de la oralidad, en
su capacidad de apelar a nuevos modos de concebir la
historia de la cultura humana. Sobre todo por el relieve
atribuido a los fenómenos culturales en su complejidad
y a los mismos textos, bloqueados “en un aislamiento
monumental” y concebidos en cambio como mensajes.
Por otra parte, por la contribución a la construcción
de una historia psico-cultural de la humanidad; por ejem-
plo, en la interpretación del pasaje en la cultura griega,
de una concepción de “cosas justas a hacer”, como cues-
tión de conveniencia y correcto proceder, a un sistema
de valores morales autónomo y capaz de ser
interiorizado, como una de las formas de transición de
una cultura oral a una civilización de la escritura.
Me refiero más que nada a una clave interpretativa
general, que asumen estos intérpretes, casi implícitamen-
te, cuando admiten en la historia procesos de
interiorización y formación del individuo, sobre cuyo
fondo pueden comprenderse los cambios inducidos por
pasajes como éste, de lo oral a lo escrito.
Son negadas contemporáneamente la continuidad
del yo y la ilusión de reconstruir el pasado, que de he-
cho se regulan diversamente. La imaginación histórica
no puede superar el hiato entre el pasado y presente,
tanto menos sobre el plano de la interioridad. Pero, ¿cuál
interioridad? Lo que falta, no es tanto el super-yo, cuan-
to el ello, o por mejor decir, se rechaza cualquier movi-
miento suyo, menos el acto originario –explicado con
las circunstancias históricas y familiares– de asumir una
identidad fija. La lúcida narración de un yo omnipoten-
te y autoirónico, exhibe “por la fuerza de la escritura”
4
,
la enfermedad que confunde vida y escritura. La
reabsorción de toda la vida psíquica en la instancia de la
conciencia es indispensable donde la libertad y la an-
gustia fundan el proyecto de la existencia. La autobio-
grafía no es entonces otra cosa que identificar este pro-
yecto y escribirlo.
1 * Las obras en cuestión fueron:
El pensamiento salvaje de C. Lévi
–Strauss (1962); el ensayo de J. Godoy y I. Watt sobre
Las conse-
cuencias del alfabetismo (1963);
Galaxia Gutemberg de M. Mc
Luhan, (1962); E. Mayr,
Specie animali ed evoluzione, E. A.
Havelock,
La Musa impara a scrivere, Roma, Bari – Latersa, 1986.
2 * W. Ong,
Presencia de la palabra,
Oralidad y escritura.
3 * Marie Cardinal,
Le parole per dirlo, Milano, Bompiani, 1976.
4 * Norbert Elías,
Saggio sul tempo, Bologna, Il Mulino, 1986.
Potere
e civiltá, Bologna, Il Mulino, 1983, cap.IV, p. 287 y sig.
M. Guglielminetti,
Memoria e scrittura, Torino, Einaudi, 1977.
NOTAS