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Voces Recobradas
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APUNTES TEÓRICOS
LO COTIDIANO
Y LA HISTORIA
Cuando nos instalamos
en un escenario en donde
prevalece el quehacer
COTIDIANO, se nos impone
indagar sobre la relación entre
este quehacer de todos los días y
lo que suponemos diferente al
menos en el escenario:
LA HISTORIA.
Pero si ahondamos en ambos
marcos, nos encontramos con que
la verdadera novedad la propone
la MEMORIA, que consiente
sintonizar músicas que ya no son
audibles sino para esa memoria,
interiores que ya no están a la
vista de los sentidos sino
del recuerdo, reencuentros
que se habían aislado entre
olvidos o desmemorias, duelos
que se reabren en la medida que
la introspección prosigue,
angustias que antes fueron iras o
violencias, y que hoy hasta
podemos ver como
arbitrariedades o injusticias.
as pérdidas en ge-
neral, dejan un saldo
inacabable de oscurida-
des, de confusiones
improcesadas, de claves
ocultas, de esperanzas
difusas en la memoria. Y
pueden ser duelos sola-
mente personales, aun-
que es difícil que no
aparezcan básicamente
entrelazados con pérdi-
das de la propia socie-
dad de pertenencia, o
dolores que quizá ten-
gan también una raíz
común en el dolor políti-
co.
¿Cuál es el tránsito
que convierte ese dolor
personal en un dolor
“civil” o “social”? Quizá
nunca se verifique ese
tránsito, y ese umbral de
lo individual hacia la
conciencia social no al-
canza a trasponerse, y la
nostalgia queda como
mar de fondo, anegando
islotes de memoria e
historia.
De todos modos,
ese proceso interior de la
memoria, ha dejado tes-
timonios invaluables, en
donde abrevar los mate-
riales que la Historia
Oral privilegia porque
revelan la profundidad
de las arcas de la reali-
dad pasada, y los frutos
que la cosecha provee
para una memoria sazo-
nada de realidades omi-
tidas o fantasmas
reactualizados.
Esta vía expresiva
de un pasado que no nos
concierne, como es el de
las memorias individua-
les, suele acarrear un
vagón de noticias y do-
cumentación de las pro-
fundidades de los hu-
manos, tanto personales
como colectivas, llenas
de intencionalidades y
de categorías potencia-
les, que conviene leer, al
menos como roturación
de territorio conocido,
aplanado y abonado,
por lágrimas y sonrisas,
de la más diversa convo-
catoria y la más recia
durabilidad. No serán
vestigios, entonces, sino
brotes de la más pura
cepa humanizadora.
Estos dos libros ele-
gidos de los que extrae-
mos algunas muestras
mínimas son incitación
de lectura ávida, que
aconsejamos desde VO-
CES RECOBRADAS.
H.C.
L
Apuntes teóricos
Hebe Clementi
Autor
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Voces Recobradas
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«UNA MIRADA ATRÁS. AUTOBIOGRAFÍA».
EDITH WHARTON. (España, Ediciones B, 1994.)
dith Wharton nació en 1862 en Nueva York, se
casó en 1885 con un banquero bostoniano, se divor-
ció en 1913, a poco de haber iniciado su carrera lite-
raria con una colección de cuentos. Recién en 1934
-al cabo de varios otros libros- publicó su autobio-
grafía. Murió en 1937 en Francia. El esplendor de
los salones bostonianos de fin de siglo no acunó a
esta mujer de incisiva pluma y apasionada búsque-
da interior. A setenta años de vida vivida, su regis-
tro es imperdible, crítico, tierno y también implaca-
ble, respecto de la alta sociedad de su tiempo y de
su país. Aunque la opción europea prendió en ella
circunstancialmente, como amiga y devota que era
de Henry James, en realidad su verdadera plenitud
la encontró en el área campestre de su propio lugar,
y así lo dice sin ambages en “Una mirada atrás”. Su
trayectoria puede ser la de muchos, también, segui-
da de cerca. Esta página que se transcribe es bien
reveladora de un mundo interior con el que nos sen-
timos totalmente coetáneos, a pesar del tiempo
transcurrido y el espacio diferente... tal como nos
sucede a veces con los textos que recobramos a tra-
vés de la oralidad, aunque estemos lejos de la belle-
za expresiva de la Wharton, al menos nos acercan
contenidos comunes.
H.C.
“... La publicación de The Greater Inclination rom-
pió las cadenas que por tanto tiempo me habían ligado a
una especie de apatía. Durante casi doce años yo había
intentado adaptarme a la vida que llevaba desde que me
casé, pero ahora me abrumaba el deseo de conocer a otras
personas que compartieran mis intereses. Había encon-
trado dos estupendos amigos que habían contribuido a
educarme y ampliar mis intereses; uno, sin embargo, era
un abogado muy atareado que no vivía en Nueva York y
que, a medida que sus compromisos profesionales aumen-
taban, tenía menos tiempo disponible, mientras que el
otro, un hombre muchos años mayor que yo y de gustos
muy refinados, no podía comprender mi anhelo de desem-
barazarme del mundo del buen tono y la moda y relacio-
narme con mis parientes espirituales. Lo que por encima
de todo quería yo era llegar a conocer otros escritores, ser
bien acogida por la gente que vivía para las mismas co-
sas para las cuales yo en secreto había vivido siempre.
Conocía a un solo novelista, Paul Bourget, una de las
inteligencias más cultivadas y estimulantes que encon-
tré en mi camino, y quizás el más brillante conversador;
pero nos veíamos apenas dos o tres semanas al año, y
también él estaba constantemente censurando la apatía
que me hacía seguir una vida de tediosa frivolidad e in-
sistiendo en que en la etapa formativa de mi carrera yo
debía estar entre personas que pensaran y creasen.
Egerton Winthrop era demasiado generoso para no su-
marse también a este punto de vista, y al final fue él quien
urgió a mi marido a que fuera cada año conmigo a pasar
unas semanas en Londres, a fin de que yo pudiera por lo
menos conocer a algunos hombres de letras y establecer
contacto con una vieja sociedad en la que los diversos
elementos se habían amalgamado en el curso de las gene-
raciones.
Prevalecieron estos argumentos, y fuimos a Lon-
dres el año de la publicación de The Greater
Inclination. Poco después de nuestra llegada un ami-
go me dio la dirección de James Bain, el conocido li-
brero, y un día pasé por su establecimiento para pre-
guntar qué novedades interesantes tenía. En respues-
ta, el señor Bain me entregó mi propia obrita, con la
observación: “De esto es de lo que todo el mundo ha-
E
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Voces Recobradas
39
bla en Londres en estos momentos.” Como el señor
Bain no tenía idea de quién era yo, su asombro al co-
nocer mi identidad fue tan grande como el mío cuan-
do trataba de venderme mi primogénito literario ¡como
el libro del día! Yo debería haber gozado intensamen-
te con el seguimiento de aquellos primeros indicios
de triunfo, pero mi marido se aburría en Londres,
donde sólo se habría más o menos entretenido entre
deportistas, mientras que yo quería conocer escrito-
res. Siempre es deprimente vivir con alguien insatis-
fecho, y mi capacidad para pasarlo bien es tan ecléctica
que cuando era joven no me resultaba difícil acomo-
darme a las preferencias de cualquier persona por la
que sintiera afecto. La gente que me rodeaba era hasta
tal punto indiferente a todo cuanto a mí me interesa-
ba que acomodarme a los gustos ajenos se había con-
vertido en un hábito, y no fue hasta años después,
cuando ya había escrito varios libros, que terminé por
rebelarme y reclamar mi derecho a algo mejor. No tar-
damos pues en dejar Londres para reemprender los
vagabundeos por Italia, cosa que nos gustaba a los
dos, de los cuales surgiría en 1904 The Valley of
Decision.
Antes de que esto último ocurriera se había pro-
ducido otro cambio. Vendimos nuestra casa de
Newport y compramos otra cerca de Lenox, en los
montes al oeste de Massachusetts, y por fin escapé de
las trivialidades de balneario para vivir realmente en
el campo. De haber podido efectuar antes el cambio
estoy segura de que no habría pensado ni por un ins-
tante en los deleites literarios de París o Londres; por-
que la vida en el campo es la única condición que siem-
pre me ha satisfecho por completo, y hasta entonces
no había tenido manera de disfrutarla ni unas pocas
semanas seguidas. Ahora iba a conocer el encanto de
pasar seis o siete meses del año entre campos y bos-
ques exclusivamente míos, y el éxtasis pueril de aque-
lla primavera inicial de paseos por Mamaroneck ba-
rrió todo mi desasosiego con la profunda alegría de
entrar en comunión con la tierra. En una ladera con
vistas a las aguas oscuras y al denso arbolado de las
orillas del lago Laurel edificamos una casa espaciosa
y señorial, a la que dimos el nombre de la residencia
de mis bisabuelos, The Mount.
Teníamos un extenso huerto con una pérgola
emparrada, una pequeña granja y un jardín de flores
que comenzaba al pie de la amplia terraza que domi-
naba el lago. Allí viví más de diez años, dedicada tran-
quilamente a la jardinería y a escribir, y allí habría
sin duda terminado mis días de no ser porque un se-
vero cambio en la salud de mi marido hizo demasiado
pesada la carga de la propiedad. Pero mientras tanto
The Mount iba a darme la protección y la alegría del
campo, largas y dichosas cabalgatas, excursiones en
coche por las rutas entre bosques de aquella preciosa
región, la compañía de unos pocos amigos queridos y
la liberación de los compromisos triviales que yo ne-
cesitaba si quería continuar escribiendo. The Mount
fue mi primer hogar en el sentido genuino de la pala-
bra, y aunque hace casi veinte años que lo vi por últi-
ma vez (porque fui demasiado feliz allí para desear
volver a visitarlo como una extraña) todavía vive en
mi su venturosa influencia.
La paz del campo estimuló mi fervor creativo; y
desde la publicación de The Greater Inclination yo era
presa, lógicamente, de la primera fiebre provocada por
la condición de autor. Un año después, en 1900, di a
luz mi primer intento de novela (más bien un cuento
largo), y el año siguiente publiqué una segunda reco-
pilación de relatos cortos, bajo el título de Crucial
Instances. El cuento largo, que se titulaba The
Touchstone (un título discreto cuidadosamente ele-
gido para uno de mis más discretos relatos), tuvo poco
éxito en Estados Unidos. John Lane compró los dere-
chos ingleses, y considerando el título descolorido en
demasía rebautizó el libro (¡naturalmente tomando la
precaución de no consultarme!) A Gift from the Gra-
ve. Esta seductora pero engañosa etiqueta debió de ser
exactamente del gusto de los lectores de novelas sen-
timentales de la época, porque ante mi mezcla de có-
lera y diversión el libro se vendió rápidamente en In-
glaterra, y con frecuencia me he reído al pensar cuán
defraudados se sentirían los compradores tras leer las
primeras páginas.
Mis relatos cortos habían captado la atención que
le fue negada a The Touchstone, y creo que fue con
referencia a un cuento incluido en Crucial Instances
que recibí la que seguramente es una de las cartas más
concisas y enérgicas jamás escritas por un crítico es-
pontáneo. ‘Estimada señora —decía mi desconocido
corresponsal—, ¿se ha encontrado usted alguna vez
con una mujer respetable? Si ha sido así, ¡en nombre
de la decencia, escriba sobre ella!’. Parece larga la dis-
tancia entre aquella exclamación conminatoria y el
punto de vista del crítico que, refiriéndose el otro día
a la reedición (en una antología de relatos de fantas-
mas) de una de mis narraciones, The Lady’s Maid’s
Bell (La Campanilla de la Doncella), comentaba acer-
bamente que resultaba difícil creer que un fantasma
creado por una escritora tan refinada como la señora
Wharton hiciese algo tan estúpido como llamar al tim-
bre. Mi carrera se inició en la época en que a Thomas
Hardy, con el fin de publicar Jude The Obscure en un
destacado periódico neoyorquino, se le exigió conver-
tir los hijos de Jude y Sue en huérfanos adoptados;
cuando la más popular de las revistas americanas des-
tinadas al público juvenil excluía cualquier relato que
contuviera referencias a ‘la religión, el amor, la polí-
tica, el alcohol o la homosexualidad’ (textual); por los
días en que un conocido director de una publicación
de Nueva York, al ofrecerme una elevada suma por
los derechos de serialización de una novela que yo te-
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Voces Recobradas
40
nía en proyecto, estipulaba únicamente que no debía
figurar en ella ninguna alusión a ‘apareamientos ile-
gítimos’; cuando Theodore Roosevelt me reprendió ca-
riñosamente porque el poderoso duque de Pianura (en
The Valley of Decision) no hacía una mujer honesta
de la humilde hija del librero, que le amaba; y cuando
el traductor de Dante, mi caro amigo el profesor Char-
les Eliot Norton, sabedor (tras la publicación de La
casa de la alegría) de que yo preparaba otra novela
‘de sociedad’, me escribió alarmado implorándome que
recordase que ‘¡ninguna gran obra de la imaginación
se ha basado jamás en pasiones ilícitas!’.
A los pobres novelistas que fueron contemporá-
neos míos (en los países de habla inglesa) se les pedía
que hicieran creíbles unos muñecos de madera, y aqué-
llos tuvieron que luchar duramente por el derecho a
convertirlos en seres humanos que se esforzaban y
sufrían; pero hemos sido vengados, y más que venga-
dos, no sólo por la vida sino por otros novelistas y
confío en que estos últimos no tardarán en ver que
tan difícil es dar enjundia literaria a una pandilla de
criminales irresponsables como darla a los títeres pu-
ritanos que antaño constituían nuestros recursos. La
auténtica naturaleza humana se encuentra en algún
punto entre unos y otros, y estará siempre ahí en es-
pera de que un nuevo novelista de talento la redescu-
bra.
Lo gracioso del giro que han dado las cosas es
que quienes combatimos por la buena causa somos hoy
escarnecidos como escritores gazmoños y melindro-
sos que cerraban el paso a la libre expresión; cosa que
quizá deberíamos haber realmente intentado, ¡de ha-
ber sabido que el arte creativo acabaría siendo reem-
plazado por la patología! Pero debo retornar al pode-
roso duque de Pianura, quien por aquella época era
para mí más real que la mayoría de las personas con
quienes hablaba y en cuya compañía transcurría mi
vida cotidiana.
Con frecuencia me han preguntado si escribir The
Valley of Decision no me exigió unos meses previos
de intenso estudio.
Yo jamás en mi vida he estudiado intensamente,
y era ya muy tarde para aprender a hacerlo cuando
empecé a escribir; pero siempre que daba esta respuesta
era acogida con cortés incredulidad. La verdad es que
siempre me ha costado explicar cómo se produjo aque-
lla gradual absorción, a través de mis poros, de una
miríada de detalles: detalles del paisaje, de la arqui-
tectura, del mobiliario antiguo y de los retratos del
siglo XVIII, de los chismorreos de diaristas y viaje-
ros contemporáneos, vivificado todo por los reitera-
dos vagabundeos primaverales guiada por Goethe y
el Chevalier de Brosses, por Goldoni y Gozzi, Arthur
Young, el doctor Burney e Ippolito Nievo, de cuya
amalgama brotaba el relato literario. Yo no viajaba,
miraba y leía teniendo en mente el libro que iba a es-
cribir; pero mis años de intimidad con el Dieciocho
italiano gradual e imperceptiblemente configuraban
la historia y me compelían a escribirla; y cualesquie-
ra que fueran sus defectos (y había muchos), ésta es-
taba saturada de la atmósfera en que yo había vivido
tanto tiempo inmersa.
El profesor Norton, por aquella época uno de mis
grandes amigos, siguió con interés el desarrollo del
relato y contribuyó a él con uno de los gestos más
elegantes que a una principiante haya dedicado nun-
ca un erudito tan prestigioso. Le conté casualmente
un día que, pese a haber estado comprando libros de
segunda mano sobre la Italia del siglo XVIII donde-
quiera que los encontrase (prácticamente ninguno de
los clásicos de aquel período había sido reimpreso des-
pués), había unos pocos que no pude conseguir, y uno
o dos que ni siquiera las bibliotecas públicas los po-
seían. Entre ellos estaba la versión original (france-
sa) de las memorias de Goldoni, así como las memo-
rias de Lorenzo da Ponte, publicadas en Boston (¡cu-
riosa coincidencia!) hacia 1824. Pocas semanas des-
pués llegó a The Mount una caja que contenía aque-
llos tesoros inasequibles, y otros muchos libros casi
tan raros, procedentes de la gran biblioteca de viajes
de Shady Hill. Durante un verano entero aquellos li-
bros extremadamente valiosos, algunos irreemplaza-
bles, fueron dejados a disposición de una joven
escritorzuela que apenas tenía el inicio de su primera
novela entre manos; y a Charles Norton le pareció per-
fectamente natural, casi una obligación, facilitar a
aquella principiante semejante ayuda.
El año siguiente a la publicación de The Valley
of Decision, la revista Century, con gran alegría por
mi parte, me pidió que redactara un texto para acom-
pañar una serie de acuarelas de villas italianas pin-
tadas por Maxfield Parrish. La idea había surgido
como consecuencia de la inesperada popularidad de
La Decoración de Viviendas, y también de The Valley
of Decision, que ahora me recompensaba por los lar-
gos meses de afanes y perplejidad que había compor-
tado escribirla. Yo apenas comenzaba a ser conocida
como novelista, pero en cuestión de arquitectura ita-
liana de los siglos XVII y XVIII, sobre lo cual se ha-
bía escrito muy poco, se me tenía por persona de ab-
soluta competencia.
Aceptado con júbilo el encargo, partí con mi es-
poso hacia Roma el invierno de 1903 y me puse a tra-
bajar muy en serio.”
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Voces Recobradas
41
ice de Nabokov el escritor norteamericano John
Updike:
“Esta edición definitiva de “Habla, Memoria”, corre-
gida y aumentada por el autor, resulta, pues, una excelente
introducción a Nabokov, una antología, un conjunto de pis-
tas y claves que permitirán hacer una lectura más intensa y
profunda de sus novelas. Y es también un elogio de sus
grandes pasiones: la literatura, las mariposas, el ajedrez y
¡oh sorpresa! la familia. Escribe en prosa de la única manera
que debería escribirse: es decir, en estado de éxtasis... el mejor
escritor norteamericano de su época. Un incomparable des-
tilador de lo inefable”.
Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudian-
tes de literatura: “Acariciad los detalles. Los divinos deta-
lles”. Un prólogo elaboradísimo de ocho páginas da cuen-
ta de diversos procesos y momentos de la escritura de este
libro, y sólo transcribiremos algunos párrafos que dan cuenta
de las incorporaciones diversas que ha tenido esta redac-
ción, que tampoco es la definitiva, quizá. Y va siendo la
quinta.
H.C.
“... Cuando escribía la primera versión de estos textos en los
Estados Unidos me sentí estorbado por mi casi completa carencia
de datos en relación con la historia de la familia y, en consecuencia,
por la imposibilidad de verificar mis recuerdos cuando tenía la
sensación de que podía estar equivocándome. La biografía de mi
padre ha sido ahora ampliada, y revisada. He realizado otras mu-
chas revisiones y adiciones, sobre todo en los primeros capítulos.
He abierto ciertos paréntesis herméticos y permitido que se derra-
mase su contenido aún activo. Ha ocurrido también que algún
objeto que no había sido más que un suplente elegido al azar y que
no tenía una intervención significativa en el relato de un aconteci-
miento importante insistía
en incomodarme cada vez
que volvía a leer un pasaje al
corregir las pruebas de las di-
versas ediciones, hasta que al
final, gracias a un gran es-
fuerzo, las arbitrarias gafas
(que Mnemosina ha debido
necesitar más que nadie) se
metamorfosearon en una cla-
ramente recordada pitillera
en forma de ostra, que cente-
lleaba en la hierba húmeda al
pie de un álamo temblón del
Chemin du Pendu, el lugar
en donde encontré aquél día
de junio de 1907 una esfinge
que raras veces se ve tan al
oeste, y el mismo donde un cuarto de siglo antes mi padre
había cazado un pavo real muy infrecuente en nuestros bos-
ques del norte.
Durante el verano de 1953, en un rancho cercano a Portal,
Arizona, en una casa que alquilé en Ashland, Oregon, y en varios
moteles del Oeste y del Medio Oeste, conseguí, en los ratos libres
que me dejaba la caza de mariposas, y la redacción de Lolita y de
Pnin, traducir con la ayuda de mi esposa, Speak Memory al ruso.
Debido a la dificultad psicológica que suponía volver a tratar un
tema desarrollado en Dar (The Gift) omití un capítulo entero (el
undécimo). Por otro lado, revisé muchos pasajes e intenté reme-
diar los defectos amnésicos del original: puntos en blanco, zonas
confusas, solares sombríos. Descubrí así que a veces, por medio de
la concentración intensa, podía forzar ciertos tiznones neutros hasta
enfocarlos maravillosamente bien e identificar la repentina visión,
y darle su nombre al anónimo criado. Para esta edición definitiva
de Speak Memory no solamente he introducido cambios esenciales
y copiosas ediciones al texto inglés original, sino que me he servido
de las correcciones que fui haciendo mientras lo traducía al ruso.
Esta re-anglificación de una nueva rusificación de lo que había
sido un recontar en inglés lo que al comienzo fueron recuerdos
rusos, resultó ser una tarea diabólica, pero obtuve cierto consuelo
pensando que esta múltiple metamorfosis tan familiar para las
mariposas, no había sido intentada anteriormente por ningún ser
humano.
De entre las anomalías de esta memoria, cuyo poseedor y
víctima jamás hubiese debido tratar de convertirse en autobiógrafo,
la peor es su tendencia a identificar en el recuerdo mis años con los
del siglo. Esto produjo una serie de bastantes coherentes meteduras
de pata cronológicas en la primera versión del libro...”
Y sigue el relato de las dificultades de armonizar su
propio cronograma vital con el calendario gregoriano, por
ejemplo, y con las alternativas de su transcurrir en Rusia,
hasta el refugio en Europa, y todas las alternativas suyas y
de su propia familia, acerca de esta coyuntura. Total, que
uno se convence ya desde el intrincado prólogo, que se está
delante de un testimonio trabajoso, particularmente enre-
dado, de alguien que por otra parte, atraviesa el siglo con
sus memorias y sus creaciones, conciente como pocos de la
dificultad de ser fiel a Mnemosina, la memoria a la que le
pide que hable, y desde la cual cobra confianza en su tarea
de contar su autobiografía... a lo largo de trescientas
cautivantes páginas.
Partamos pues, modestamente, desde la simplificación
de que no somos novelistas de fuste como Nabokov, ni
entomólogos famosos, ni rusos nobles emigrados a Europa
y a los Estados Unidos. Pero somos o queremos ser buenos
trabajadores de la Historia Oral y la autobiografía es para
nosotros, hasta cierto punto, una manera de hacer historia
con nuestra memoria.
«HABLA MEMORIA. UNA AUTOBIOGRAFÍA REVISITADA»,
VLADIMIR NABOKOV.
Traducción de Enrique Murillo (Barcelona, Anagrama, 1994.)
D
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Voces Recobradas
42
Una identificación del paisaje de La Poma vieja, escrito con un fervor
despojado, burilado, en la piedra desnuda y el asombro de una mañana de
sol en la altura. La conversación con estas “damas pomeñas” pone huma-
nidad al paisaje milenario y devuelve actualidad e historia. Un texto bello
y revelador.
H. C.
Plato si es de barro, si se compuene
Plato, si es de loza, no se compuene
Silvia, de Samay Huasi
“Por la calle de La Poma vieja, apenas los pe-
rros. Voy subiendo hacia la iglesita; una muchacha
de pullover verde, mate en la mano, aparece en la ven-
tana un momento y sonríe. Yo soy la del asombro en
esta mañana de sol. Es un pueblo colonial y semi aban-
donado desde que el terremoto de la navidad del ’30
se llevó una mitad. En las casas aún en pie, viven
todavía nueve familias. Las otras casas, van dejándo-
se caer de a poco. Entro en una desbastada, y en lo
que fue la cocina, ahumada y protegida, todavía se
adivina la vida familiar.
La plaza, incluso abandonada, y melancólica, es
hermosa con sus olmos y cercos de rosetas. Desde aquí
se ve claramente el valle, que ha venido estrechándo-
se desde Cachi y Payogasta, unos 40 kilómetros ca-
mino abajo. Porque La Poma es la puerta de la Puna
salteña, y aquí abunda la piedra negra de Los Geme-
los, el volcán sobre cuyas laderas el sol subraya in-
quietantes cráteres. Aquí no hay árboles casi, sólo es-
tos olmos y los de la plaza del pueblo nuevo, cons-
truido a sólo 1 kilómetro, como si el pomeño demos-
trara así su obstinación contra la naturaleza. Entre
ambos pueblos, un camino pelado, con paredes de ado-
be a los lados, lo que le da cierto aire de muralla. Con-
tra el viento, claro, que aquí empieza a soplar apenas
después del mediodía y sólo calma a la noche, frías
noches serenas y estrelladas.
Pero esta plaza enmalezada donde a cada paso
gime la hojarasca, justo enfrente de la iglesia, se presta
a pensar epitafios, a imaginar una vida que debió ser
pujante. Al mirar los frentes de las casas, se advier-
ten viejos colores gastados: un azul fra angélico, un
morado, algún toque de blanco o amarillo. Todo el
pueblo debía estar de gala, una costumbre que no se
ha heredado.
Enfrente, del otro lado del río, una casa color rosa
con cuatro columnas. Un caballito negro pasta entre
la alfalfa. Me prometo llegar hasta allí y conversar
con sus dueños porque a esa postal le falta un nom-
bre. Y me voy a la iglesia con puertas de cardón y dos
campanas al alcance de la mano. Una está rajada des-
de el ’30 y la otra tiene como badajo algo que ha sido
una herramienta. El tañido es muy dulce. Al hacerlas
sonar, parece que se quiebra algo y también que el aire
extrañaba el repiqueteo.
Una pastora joven, que de lejos me parecía un
muchacho, sonríe; es Fátima y le pregunto cómo en-
trar. Me indica una casa que parece principal. Está
entreabierta la puerta y golpeo las manos. Viene co-
rriendo desde el fondo, por un corredor estrecho al
que dan muchas puertas, Doña Elsa. El trapo blanco
con que cubre sus ruleros es un pañal (que remite agu-
damente a Las Madres): hoy toma el micro a Salta, va
a cuidar al nieto y eso merece un instante de coquete-
ría. En la sala, llena de sillas y mesas (tal vez allí se
cosa o se estudie, probablemente catecismo), la foto
de una niña ante el piano y un ciervo de madera de-
muestran que aquí hay mundo. Doña Elsa tiene oji-
tos agudos y el mentón sin sonrisa: además hoy está
apurada, dice al poner en mi mano una gran llave del-
gada con la que vuelvo a la iglesia.
Diminuta, toda de adobe y cardón. Los bancos,
PAISAJE Y PERSONAS
«DAMAS POMEÑAS», CLAUDIA SCHVARTZ.
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Voces Recobradas
43
las ventanas, el techo a dos aguas y caleadas en celes-
te las paredes. Dos imágenes de vestir, antiguas, con
satenes y brillos y en el altar objetos pocos y un misal
que lamió el fuego. Por la ventanita, otra vez el valle.
El cura ya no vive aquí y sólo viene cada tanto a dar
la misa.
Otra vez en la calle, me encuentro con Nicanora
Yara, la madre de Fátima: pollera azul, blusa fucsia y
un pañuelo de colores. Ella es la primera persona que
conocí en La Poma, y bajo su sombrero de ala ancha,
supo hacer buenas preguntas con que responder a las
mías. Trae ahora un atadito a la espalda, con papita y
habas que acaba de cortar para la sopa. Me cuenta
con espléndida sonrisa que ha tenido doce hijos y pide
que le adivine la edad. “Alrededor de los cincuenta”
y ella con coquetería dice “cincuenta y cinco y tengo
un marido siete años menor”. “¿El mismo siempre?”,
pregunto. Duda un instante y ruedan las diminutivas
papas que me acaba de mostrar. Para borrar nuestra
mutua incomodidad le cuento que conocí a Doña Elsa.
Y Nicanora echa a volar un suspiro con el que co-
menta que sigue sola, sin suerte para el amor. “¿Y
aquella casa, enfrente?”... “De Eulogia Tapia”, res-
ponde, antes de traspasar el muro de una casa que yo
hubiera pensado abandonada.
Cierta vez, los poetas de Salta (El Cuchi
Leguizamón, Castilla) llegaron hasta lo de Eulogia y
al cabo de la noche habían compuesto la zamba.
“Eulogia Tapia en La Poma, cantando y desencan-
tando...” Si quiero saber cómo es, me dicen todos lo
mismo: una mujer sencilla, que siguió igual a la zam-
ba. ¿Hermosa? No, una como cualquier otra.
Para pasar el río hay un puente con base de hie-
rro, el resto de un camión, parece.
Una bandada de golondrinas sobrevuela el agua,
desprendiéndose de una pared de arenisca roja. Estoy
tan quieta que no interrumpo sus abluciones matina-
les, pero apenas me pongo en movimiento, retroceden
en el aire. Jugueteando, alguna se remoja en el agua.
En las orillas crece el berro.
El camino que sigue es de piedra, flanqueado por
pircas de adobe que el viento va borrando. Busco el
sendero hasta la casa cuando por el camino avanza
hacia mí una dama. Pollera escocesa recta, zapatillas
y medias opacas. Un sombrero oscuro y paquetes a la
espalda. Le pregunto por Eulogia y me dice que se ha
ido al puesto con las cabras. “¿Y el marido?” quiero
saber. “Y el marido...”, concede.
Lucía de Colque tiene el pelo renegrido debajo de
su sombrero y camina con paso veloz hacia el pueblo
donde no sabe todavía qué es lo que cocinará este do-
mingo para los nietos. Lleva carne, verdura y otras
cosas envueltas en un repasador de primorosa blan-
cura.
Cuando de mi bolsillo saco un pequeño grabador,
lo mira con ceño insistente. Le explico que es para
grabar sus palabras. Mueve negativamente la cabeza
y responde “¿y adónde irán las palabras, luego?” con
lo cual cierro definitivamente el aparato y vuelvo a
guardarlo en el bolsillo.
Se casó a los dieciocho y en el ojo izquierdo tiene
“una nube”, producto de un golpe de su marido. Muy
malo, la ha hecho sufrir constantemente. “¿Y qué de-
cían sus hijos?” “¿Mis hijos? Aguantaban el miedo,
como todos”. Algunos vuelven para las fiestas, otros
hace veinte años que no vienen. Justamente el que vive
en Buenos Aires le ha regalado la televisión que tiene
en el pueblo, pero mucho no le interesa.
Cuando intento retomar el tema de Eulogia, me
dice brevemente, como para no perder el tiempo, que
es como ella, que su casa se ha venido un poco abajo
ahora que ha cambiado de patrón. Es que cuando
mueren los padres, los que vienen se desinteresan del
campo. “¿Y usted, no quiere ir a vivir al pueblo?”
“¿Y quién atendería la finca, los animales?”, respon-
de. Nos despedimos en la orilla del pueblo nuevo, ca-
minos que se bifurcan.
Vuelvo a golpear la puerta de Doña Elsa para
devolverle la preciada llave. Ella misma me atiende
porque pasado el primer apuro tiene tiempo hasta la
hora del Marcos Ruedas. Me cuenta que tiene setenta
años y el trabajo la mantiene activa y joven. Vive con
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Voces Recobradas
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dos muchachas que cuidan la finca y los animales. Está
jubilada desde hace diez años, es enfermera diplomada
y al lado de la casa tiene un taller de corte y confec-
ción en el que daría clases si hubiera alguien intere-
sado. Ha tenido tres hijas. Una vive en La Poma Nue-
va, donde es maestra. Los nietos la visitan todos los
días después de la escuela y por la forma de decirlo es
evidente que el abuelazgo le devuelve un profundo
sentido de la vida. Otra de sus hijas vive en Buenos
Aires: casada, divorciada y vuelta a casar, tiene dos
hijos. La tercera hija, la de Salta, a la que va a ver
ahora, es madre soltera. Elsa la reemplaza cada tan-
to, cuando tiene que ausentarse por el trabajo.
Esta apertura me sorprende. Seguramente mi pre-
juicio de porteña me hacía suponer una sociedad más
cerrada y mujeres más adustas. Pero la historia de
Elsa es complicada. Años atrás eligió casarse con un
hombre que se dedicó al café y al alcohol, “lo que se
dice un vago... un hombre de Corrientes” que resultó
trago amargo para esta mujer industriosa.
-¿Y cómo llegó aquí un correntino?
-Trabajaba en la gendarmería. Pero después
renunció. Y no dejó de darme disgustos. Si usted su-
piera. No sólo me golpeaba. Cuando se le ocurría sa-
caba el arma y me apuntaba. Y no dije nada por las
chicas. Eran adolescentes cuando se fue. ¡Cómo tuve
que trabajar entonces! Porque me había hecho hacerle
un poder y se alzó con todo. Me embargó la casa, la
hacienda, los animales. Tuve que levantar la hipoteca
pesito a pesito.
-¿Y nunca se le ocurrió rehacer su vida?
-Ofrecimientos tuve pero cuando lo pienso me
da un asco que se me retuerce todo dentro. No, no.
No quiero saber nada.
-¿Y qué edad tenía cuando se casó?
-Veintiséis.
-Ah, era grande.
-Grande y opa- me dice con toda seriedad.
-Seguramente una linda mujer... -y al decirlo,
sé que una mujer fea sabe cabalmente, incluso más
que una hermosa, que el reflejo del espejo es equívoco,
como escribió Simone Weil.
-Ni eso- responde. Lo que pasa es que vio que
tenía algo propio. Ahora anda por allá, juntado con
otra mujer. Lo bueno es que mis hijas han visto todo,
saben todo. Y son muy compañeras mías.
Antes de despedirme le cuento que conocí a Lu-
cía de Colque y a Nicanora. Entre dientes comenta
que, de los doce hijos de la pastora, no es imposible
que algunos sean de distinto padre. Volveré a verla al
pie del colectivo, en la plaza de La Poma Nueva, mien-
tras converso con otra pomeña, Celestina.
Esta abuela los domingos vende empanadas fren-
te a la parada del Marcos Rueda. Cuatro por un peso.
Las fríe sobre un brasero cuadrado, a pleno sol y las
entrega envueltas en un vasto papel blanco. Son ri-
quísimas, papita cortada y carne de vaca, me dice.
Además, teje. Vende sus mantas de lana de oveja “in-
destructible” a cien pesos o a un millón. Cuando le
pregunto por el carnaval, hace un gesto de negativa.
“El carnaval ya está muerto”. Ella es de las pocas
chayeras que quedan. Se reúne con otros mayores en
el almacén de Moya y golpean con la caja. Pero es
una práctica que no siguen los jóvenes, dedicados a
la cumbia.
La hostería municipal, que es único albergue del
pueblo, cuesta diez pesos por persona y generalmente
está ocupada por geólogos alemanes que vienen a es-
tudiar la puna. Vuelven año a año, deslumbrados. Les
gusta esa tierra pelada, escueta, que barren los vien-
tos. Leen vestigios marítimos y la lenta constitución
de este presente. Escuchan, como todos, la voz de So-
ledad una y otra vez en la compactera de Gregorio,
un chaqueño que conoció a Silvia, su mujer, en Bue-
nos Aires y ahora dirige la pensión. Tienen varios
chicos: Jessica, Kevin, Brenda y otros nombres im-
pensables apenas una generación atrás.
Gregorio mata el tedio con una banda de cumbia
y corre la cerveza en este minúsculo pueblo en el que
el domingo se dedica al fútbol y la borrachera.
“Aquí todos tienen muchos hijos. Porque se pue-
de. La escuela está enfrente y van solitos; práctica-
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mente no hay nada en qué gastar. No pasa nada, ade-
más”- dice detrás del mostrador.
De los trescientos habitantes del pueblo, ciento
cincuenta son empleados de la municipalidad. Los
otros viven en los alrededores, trabajando en el cam-
po donde el analfabetismo es importante. Hay un solo
teléfono público que funciona en la municipalidad y
es atendido por una chica por turno. La de la mañana
tiene el pelo largo recogido en trenza y ojos de llama,
que esconde tímidamente. Es muy hermosa y, dada la
demora, conversamos acerca de la timidez.
-Un problema gravísimo, sobre todo cuando
era chica. No podía mirar a los ojos. Pero esto me pasa
con la gente grande. Con los chicos no. No tuve ese
problema.
Y no sé cómo empezó a contarme su vida. Tal vez
porque le pregunté el nombre.
-Ése es otro problema. Porque me llamo
Eulalia. Un nombre horrible. Pero me dicen Lali. Así
está arreglado.
Lali es la menor de siete hijos, muchos de los cua-
les ya no viven en La Poma. Y en la época en que ha-
cía el secundario, como en el pueblo no había todavía,
se fue a Salta a estudiar. Allí se encontró con un mu-
chacho del pueblo y se enamoraron. Al cabo de un mo-
mento, Lali estaba embarazada. Se lo dijo. Le dijo que
lo iba a tener. Él no quería. Desapareció. Lali estuvo
internada con una enfermedad que casi le hace perder
el embarazo. La hermana en cuya casa vivía, insistía
en que fuera a exigirle que se hiciera cargo. Obedien-
te, Lali fue hasta su casa para saber solamente que
había fracasado en el examen, y se había mandado a
mudar sin dejar dirección. Ella no hubiera querido
volver al pueblo, pero al cabo del nacimiento de su
hijo, viviendo ya en Pocitos, en lo de otra hermana,
fue a visitar a los padres y ya no volvió a dejar La
Poma. El dilema, ahora, es si contarle a su hijo de
cinco años la historia o mantenerlo en la ignorancia,
como quisiera su madre. Pero si trata de hablarle, el
nene no quiere saber.
Después, cuando le pregunto si hay algún mu-
chacho, hace un gesto de negación que abarca los ojos,
la cabeza, las manos.
Tampoco ella terminó el secundario y por hacer
algo, estudió enfermería, que no le gusta. Pero aquí
no hay hospital ni farmacia, apenas un médico que
viene de Jujuy.
Entonces le hablo de mi hija, que vive con su no-
vio sin haberse casado.
-Aquí tampoco la gente se casa. Se juntan. Vie-
ne el cura y dice que hay que casarse. Pero nadie se
casa. Es demasiado complicado- dice Lali antes de
pasarme la comunicación con Buenos Aires.
La nafta llega aquí semanalmente. Cada tanto un
camión viene a cargar piedra en la cantera: ónix y
tramontino. Allí, donde la piedra es abrupta, sin si-
quiera la aparente tersura que le da la tarde a los ce-
rros, sube un hombre lentamente, sus herramientas
al hombro. Después, contra una pared, un pico muy
antiguo y una maza, dan cuenta de una presencia que
sin embargo no vemos.
Paredes amarillas o la piedra negra del volcán...
un dibujo apenas, el agua que corre al fondo de la gar-
ganta...
Quien llega de visita, sólo puede otorgar a este
paisaje una mirada defensiva: la puna es demasiado
áspera, demasiado magnífica. Sin embargo, aquí
pervive una cultura cuyos bordes sólo rozamos. Es-
tos pueblos hicieron del frío su dominio y su fuerza
organizativa: por ejemplo, permite guardar papas y
otros productos que después se muelen y así se resis-
ten las épocas duras. De la altura hicieron una defen-
sa impenetrable, porque vencer el mal de puna no es
cosa de un día (si bien La Poma es sólo la puerta y no
se sufren mareos ni dolores de cabeza)... y si por ca-
sualidad una conversa con la gente, lo primero que
escuchará será el acompañamiento de la queja, para
de inmediato incluir la sonrisa, concediendo que su
ranchito no lo abandonarían nunca.”