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nte todo quiero agradecer a Liliana Barela, del
Instituto Histórico de la ciudad de Buenos Aires, y
en particular a Mirta Lobato, por haberme invitado.
Siempre es un placer venir a la Argentina, sobre
todo a una reunión que muestra la dimensión y
profundidad alcanzadas por la práctica de la
historia oral. Espero con mucho interés el desarrollo
de las sesiones que continuarán mañana y pasado.
También quiero comenzar esta sesión con la
evocación de lo que podríamos llamar una
“presencia ausente” como trasfondo de estas
Jornadas, la figura de Dora Schwarzstein. Tal vez
ninguna otra figura académica haya sido tan
responsable como Dorita de la expansión de la
A
Entre la memoria
y la historia:
los desafíos de la
historia oral
12
historia oral tanto en el ámbito académico como más
allá de éste. Todos la recordamos como Directora del
Programa de Historia Oral de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Fue una estudiosa dedicada a la difusión de la
historia oral, una historiadora cuya investigación
sobre la emigración republicana española a la
Argentina, Entre Franco y Perón, hizo un aporte
fundamental al campo de la historia oral, y generosa
amiga y colega, todos los que la conocieron la
extrañarán, y quienes participan en estas sesiones
sentirán la presencia de su legado. No puedo hacer
nada mejor que repetir el conmovedor homenaje de
Philippe Joutard a Dorita en el último número de
13
presentes las dos nociones básicas que la avalaron en
la década del sesenta. La primera noción implicaba
lo que podríamos definir como la equiparación de la
historia oral con la democratización de la práctica
histórica; casi, podría decirse, la
desprofesionalización de la práctica histórica. La
invención del grabador de cassette había
proporcionado una herramienta decisiva para
liberar a la historia del monopolio del gremio de los
historiadores. Cualquiera podía ser historiador y,
potencialmente, cualquiera podía ser un sujeto
histórico. Esto nos lleva a la otra noción
fundamental: la historia oral daría voz a los sin voz,
concebidos de muchas maneras diferentes y a través
de una amplia variedad de categorías: los
subalternos, la clase obrera, los pobres,
los campesinos, las mujeres, las
minorías étnicas, los colonizados. En
sustancia, todos aquellos que no entran
en la narrativa histórica dominante y
están ausentes de las fuentes
tradicionales de esa narrativa. Es
evidente que la historia oral no era el
único método que podía utilizarse para
realizar esa transformación de la
historia. Pero era un aspecto
importante de la ampliación de la
agenda de la historia que se produjo
–al menos en el mundo académico
noratlántico– desde fines de la década
del sesenta y constituyó lo que
podríamos llamar una promesa
radicalmente democrática, cuyo análogo se
descubría en la irrupción de nuevos actores sociales
en la escena política.
En este sentido, la historia oral compartía el
mismo terreno con la nueva historia social marxista,
particularmente asociada al nombre de E. P.
Thompson, que centraba su práctica en categorías
como “experiencia”, “experiencia vivida”,
“agencia”, “subjetividad” y “conciencia de clase”. La
historia oral prometía el acceso a esa zona
privilegiada de la experiencia histórica subjetiva.
Podríamos reformularlo en términos menos precisos
y decir que la historia oral ofrecía una alternativa a
las ortodoxias deterministas más rígidas tanto del
marxismo clásico como del estructuralismo que lo
cuestionó en las décadas de 1960 y 1970. Se proponía
elaborar historias en un tono y una escala diferentes,
“historias afectivas” que, según las palabras de
Entrepasados: ella era, en efecto, “vital, cálida y
luminosa”.
Lo que quiero hacer hoy es muy simple. Quiero
presentar una breve investigación de las
transformaciones producidas en la historia oral a lo
largo de las últimas décadas en el plano
internacional, prestando especial atención a ciertas
tendencias recientes y las consecuencias que
podrían tener sobre algunas de las motivaciones
originales subyacentes al renovado interés en la
historia oral como forma de práctica histórica. Me
ocuparé a continuación de la que es tal vez la más
significativa de las nuevas tendencias –el interés en
la memoria– y diré algunas palabras sobre los
desafíos más importantes, a mi juicio, planteados
por la memoria a la práctica de la
historia oral.
Como advertencia previa debo
decir que esta narración será la de un
relato aleccionador: algo que reconoce
la promesa y el logro pero quiere, en
cierto modo, enturbiar las aguas.
Como profesor de cursos de historia
oral durante quince años –y hoy
director del Center for the Study of
History and Memory de la
Universidad de Indiana–, siempre me
sorprendieron el entusiasmo y el
interés suscitados por el tema entre los
estudiantes. No obstante, y de manera
acaso paradójica, me vi cada vez más
en la necesidad de adoptar la delicada
posición de abogado del diablo, para moderar el
apasionamiento de mis alumnos, señalar las
dificultades y destacar las contradicciones del
proyecto de la historia oral. En el caso de los
estudiantes es necesario trazar una línea fina, la que
implica distinguir entre alentar el entusiasmo y
plantear una nota crítica. Un relato aleccionador
puede convertirse con demasiada facilidad en una
advertencia deprimente que socava el entusiasmo e
inhibe el compromiso apasionado.
Espero poder transitar hoy por esa línea fina
con ustedes mientras exploro la tensión entre estas
posiciones. Esa tensión me parece la esencia de los
desafíos que nos presenta la historia oral.
Con el objeto de apreciar las ganancias que se
han obtenido en la práctica de la historia oral y la
posición de ésta en el mundo académico y, más allá,
en el campo de la cultura pública, vale la pena tener
El enfoque biográfico interpretativo en la investigación socio-
histórica
Entre la memoria y la historia: los desafíos de la historia oral
Autor Daniel James
Universidad de Indiana, EE.UU.
La invención del
grabador de cassette
había proporcionado
una herramienta
decisiva para liberar a
la historia del
monopolio del gremio
de los historiadores.
Cualquiera podía ser
historiador y,
potencialmente,
cualquiera podía ser
un sujeto histórico.
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Dipesh Chakrabarty, “alcanzarían una
captación amorosa del detalle en la búsqueda
de una comprensión de la diversidad de los
mundos de vida humanos”. Este Zeitgeist
emocional constituía una parte importante, por
ejemplo, de la atmósfera que impregnó los
talleres de historia de fines de la década del
sesenta y la década del setenta en el Ruskin
College de Oxford.
En las décadas transcurridas se han hecho
importantes avances. Hasta cierto punto, la
historia oral ha ingresado al mundo académico:
hoy, uno puede tener un cargo en una
universidad norteamericana aunque su trabajo
se concentre en la recolección y el análisis de
materiales orales. Me gustaría destacar dos
transformaciones en particular. La historia oral
ha pasado de una postura defensiva destinada
a obtener un punto de apoyo en el mundo
académico a una afirmación mucho más
resuelta de sus propios criterios. Sus primeros
partidarios la defendían en los términos
exigidos por el canon histórico: objetividad,
veracidad, confiabilidad de la memoria,
posibilidad de generalización de fuentes
intrínsecamente personales. La postura
defensiva tiene buenos ejemplos en los
primeros textos de divulgación, como La voz del
pasado de Paul Thompson y Esas voces que nos
llegan del pasado de Philippe Joutard. Hacia la
década del ochenta, historiadores orales como
los italianos Luisa Passerini y Alessandro
Portelli y el norteamericano Ronald Grele
comenzaron a alentarnos a considerar la
calidad textual y subjetiva de los testimonios
orales como una oportunidad única y no como
un obstáculo a la objetividad histórica y el
rigor empírico, tal como la había visto una
generación anterior de profesionales. Según
diría el propio Paul Thompson en 1989, en la
introducción a una compilación de ensayos
titulada The Myths we Live By: “La
individualidad de cada historia de vida deja de
ser un embarazoso impedimento a la
generalización para convertirse, en cambio, en
un documento vital de la construcción de la
conciencia”. De manera característica,
Alessandro Portelli era aún más provocativo:
admitía la divergencia de la historia oral con
respecto a las normas tradicionales de la
erudición histórica y a la vez la celebraba. En
uno de sus más estimulantes artículos dice lo
siguiente: “Las fuentes orales utilizadas en este
trabajo no siempre son, en realidad,
plenamente confiables. Sin embargo, en vez de
ser una debilidad, ése es su punto fuerte: los
errores, las invenciones y los mitos nos llevan a
través y más allá de los hechos hasta su
significado”.
El desarrollo ha sido complejo. Por un
lado, la nueva postura celebratoria del
diferente estatus y la oportunidad
hermenéutica única propuestos por las fuentes
orales parecía permitir al historiador abordar
con una nueva energía los problemas de la
agencia, la subjetividad y la conciencia. Una
energía que apelaba al corazón político
activista y militante de muchos de los
practicantes de la historia oral. Por otro lado,
para establecer el carácter único de los títulos
de los testimonios orales, profesionales como
Portelli echaron mano a una serie de
herramientas interdisciplinarias tomadas de
una diversidad de campos, desde la crítica
literaria y la narratología hasta la etnografía y
el folclore. Este nuevo eclecticismo teórico y
metodológico dio vigor a la historia oral dentro
del mundo académico, pero también socavó
parte de su atractivo más inmediato, al
complicar algunas de sus reivindicaciones
originales. Permítanme explicar con mayor
detenimiento lo que quiero decir.
La combinación de una teoría crítica que
recurre a una serie de disciplinas y la historia
oral han sido un factor crucial como marca de
distinción dentro del campo cultural e
intelectual del mundo académico noratlántico.
Se trata de un capital cultural que puede
intercambiarse por promoción, cargos y
reconocimiento profesional. Al mismo tiempo,
esa conjunción también puede ayudarnos a
cuestionar algunos de los supuestos que
subyacen al poder aparentemente obvio de la
historia oral.
Consideremos el ejemplo del creciente
interés en la narrativa y el testimonio oral. En
este campo se han producido algunos
verdaderos avances intelectuales y analíticos.
La crítica literaria nos ha alertado sobre el
estatus del testimonio oral como narración. Ha
facilitado el tránsito de un enfoque que aborda
el testimonio oral como una fuente de
conocimiento empírico a un enfoque que
reconoce la jerarquía del informante como
narrador. Éste es un paso importante: el
informante como narrador ya no es un mero
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repositorio pasivo de información que espera la
llegada de su historiador. Pero una vez que se
concuerda en esto, lo que se deduce es mucho
más. Si el testimonio de un informante debe
considerarse como un relato –o un conjunto de
relatos sobre una vida–, también es preciso
indagar cómo se construyeron esos relatos, qué
dispositivos y convenciones se utilizaron y
cómo debe leerse la narración. Las narraciones
pueden adoptar muchos géneros diferentes,
desde la épica hasta las convenciones
melodramáticas de la telenovela.
Y todo esto complica la
cuestión del empleo de las
narraciones orales para tener
acceso al dominio de la conciencia,
de la “experiencia vivida”. Es una
advertencia contra la tentación de
recaer en lo que podríamos llamar
los supuestos de un realismo
ingenuo, consistente en presuponer
una cualidad mimética en las
narraciones orales cuando
expresan conciencia y sentimiento.
Podríamos decir que si el
testimonio oral es en verdad una
ventana hacia lo subjetivo en la
historia –el universo cultural,
social e ideológico de los actores
históricos–, la vista que nos
proporciona no es una imagen
transparente que no hace sino
reflejar los pensamientos y
sentimientos tal como son. Como
mínimo, la imagen está refractada
y el cristal de la ventana es poco
claro. La relación entre las narraciones
personales y la historia es compleja y
problemática. Las historias de vida son
constructos culturales que abrevan en un
discurso público estructurado por convenciones
de género y de clase. También se valen de un
amplio espectro de roles posibles,
autorrepresentaciones y narrativas disponibles.
No debemos esperar, empero, que las
narraciones simplemente se ofrezcan a una
apropiación y comprensión inmediatas. Es
cierto que el análisis narrativo hace mucho
hincapié en la importancia cognitiva del relato
y la narración como modos de poner orden en
la anarquía de la experiencia no mediada. Pero
las investigaciones –por ejemplo las realizadas
en la disciplina del folclore– nos advirtieron
que las narraciones pueden ser un instrumento
para oscurecer, confundir, explorar y
cuestionar lo sucedido. De esta manera, los
relatos mantienen abierta la posibilidad de
cuestionar la coherencia o la comprensibilidad
de los acontecimientos narrados. La narración
puede actuar como un dispositivo de
distanciamiento y montaje que muestra al yo
como otro a través de la separación del
narrador y el protagonista. Como nos recuerda
Richard Bauman, el destacado especialista
estadounidense en folclore, las narraciones
orales tienen un artificio esencial,
son textos creativamente
construidos. Una actuación…
Consideremos también de
manera sucinta el impacto de otra
influencia intelectualmente fértil
en la historia oral, la etnografía y
la antropología posmodernas. Si la
crítica literaria fue útil para
promover entre los historiadores
orales una sensibilidad creciente a
las cualidades narrativas de los
textos que analizan, podemos
asimismo dar crédito a la
influencia de la antropología
posmoderna cuando hace hincapié
en las complejas relaciones de
autoridad intervinientes en la
producción de un texto oral. La
entrevista oral es el producto de
una narración conjunta elaborada
por el entrevistador y el
entrevistado. Esa narración
conversacional no sólo está
estructurada por convenciones culturales.
También es una construcción esencialmente
social, permeada por el intercambio del
entrevistador y el entrevistado, un intercambio
que es en parte negociación y en parte,
resolución de conflictos. Esto puede generar
una serie de arduos problemas éticos y
políticos para el historiador oral recién
sensibilizado a estas cuestiones. Dichos
problemas se centran en las diferentes
expectativas de entrevistador y entrevistado,
las diferencias de estatus y prestigio en juego,
las diferentes asignaciones de capital cultural
implícitas en las interacciones de jóvenes y
viejos, cultos e incultos, extranjeros y nativos.
Una de las cosas que se negocia en la
entrevista de historia oral son los diferentes
(...) el informante como
narrador ya no es un
mero repositorio pasivo
de información que
espera la llegada de su
historiador. Pero una
vez que se concuerda en
esto, lo que se deduce
es mucho más. Si el
testimonio de un
informante debe
considerarse como un
relato o un conjunto de
relatos sobre una vida,
también es preciso
indagar cómo se
construyeron esos
relatos, qué dispositivos
y convenciones se
utilizaron y cómo debe
leerse la narración.
16
criterios concernientes a las nociones de
historia, verdad histórica y veracidad. Ahora
bien, es un hecho indudable que las personas
sin voz, cuyo reconocimiento es reciente, están
dispuestas y son capaces de adoptar la forma
narrativa dominante del discurso histórico
profesional. Pero esto no debería hacernos
ignorar que el papel del historiador
profesional, nuestra ideología profesional, nos
lleva a imponer criterios diferentes de los que
tienen muchos de nuestros sujetos: los criterios
de la exactitud en la investigación, del detalle
empírico, de la Historia con H mayúscula.
¿Cuántas veces interrumpimos a nuestros
informantes, cuyo nivel de discurso predilecto
es una narración conversacional mucho más
informal, estructurada al modo de historias,
anécdotas y chismes personales? El historiador
oral tiende a tratar de destruir la
narración, mientras que el
entrevistado intenta restablecerla
rápidamente. De esa manera, la
entrevista puede convertirse en
un campo de batalla o, al menos,
en una zona de tensiones. Si
añadimos el hecho de que con
frecuencia hay grandes
diferencias de capital social y
cultural en el campo social dentro
del cual se estructura la
entrevista, resulta claro que existe
una posibilidad real de ejercer
una violencia simbólica, derivada
de la insistencia en la ideología
profesional del historiador.
Las respuestas al dilema planteado por este tipo de
sensibilidad son varias. Una de ellas podría consistir en
un deslizamiento en la angustia posmoderna por la
inevitabilidad de la violencia simbólica. De manera más
habitual, entre los practicantes de la historia oral
encontramos una diversidad de estrategias destinadas a
reducir o eliminar la brecha entre el informante y el
historiador, la tensión entre los criterios profesionales de
este último y las prioridades del sujeto subalterno. En su
mayor parte, yo las denominaría “estrategias de empatía”
que apuntan, en última instancia, a reducir el abismo
entre dos campos de experiencia radicalmente diferentes.
La versión tal vez más común de esas estrategias implica
la afirmación de una especie de “afinidad horizontal”
entre los dos lados participantes en la relación de
entrevista. Esa afinidad puede basarse en la clase, el
género o la etnicidad o –y esto es quizá lo más habitual–
en el supuesto de una ideología política compartida. Esta
última afinidad es fundamental para lo que llamaré
historia militante y políticamente comprometida, con su
fuerza redentora que ocupó un lugar central en el
impulso original de la historia oral y aún hoy es
profundamente sentida.
Confieso que estas estrategias no me
convencen. Creo que, en definitiva, debemos
reconocer la brecha insalvable que existe y
subyace en cualquier forma de representación: su
carácter jerárquico y desigual que ninguna
afirmación de identificación empática de parte del
historiador oral puede compensar del todo. Me
parece, sin embargo, que en la práctica se trata de
una ilusión necesaria y productiva. Gran parte de
la historia oral depende de la especie de “fábulas
de afinidad” autorizadas por esa ilusión. Ésta es
una poderosa arma heurística que a menudo
puede suministrar la base de una efectiva
“poética de la solidaridad” entre el
historiador y sus sujetos.
Tampoco creo que el
reconocimiento de mundos de
experiencia finalmente
inconmensurables entre los
historiadores orales y sus sujetos
subalternos signifique que la
comunicación es imposible o no debe
intentarse. Las mejores entrevistas
implican precisamente la negociación
de las condiciones en las cuales puede
haber una comunicación significativa;
en términos ideales, esas condiciones
permitirán la expresión del carácter
único de la experiencia subalterna y la
interpretación de su vida y su visión del mundo
por parte del sujeto. Yo diría simplemente que
debemos reconocer la incierta posibilidad de que
esas condiciones se negocien en una situación de
entrevista, y esa incertidumbre no puede
reducirse mediante pretensiones ficticias de
afinidad horizontal o pretensiones reales de
solidaridad política; antes bien, depende en
última instancia de una postura ética y moral
centrada en la aptitud y la disposición a escuchar.
En definitiva, toda verdadera comprensión debe
provenir, en palabras de Pierre Bourdieu, de “la
atención a los otros y la apertura hacia ellos”. La
entrevista que llega a una verdadera comprensión
se basa en una disposición acogedora “que acepta
al interlocutor y lo entiende tal como es, en su
necesidad distintiva”. Esto es lo que Bourdieu
considera una especie de “amor intelectual”.
Podríamos abundar en estos ejemplos de la
El historiador oral tiende
a tratar de destruir la
narración, mientras que
el entrevistado intenta
restablecerla
rápidamente. De esa
manera, la entrevista
puede convertirse en un
campo de batalla o, al
menos, en una zona de
tensiones.
17
drástica expansión del marco crítico y analítico
dentro del cual ha llegado a actuar la historia
oral. Sin embargo, sería erróneo sugerir que en la
actualidad predomina en el terreno este tipo de
trabajo. Es preciso señalar, también, que el reto de
la historia oral a la historia académica formal
alentó una profusión de trabajos y proyectos que
reconocieron escasamente ese marco crítico. En
gran parte de esta producción, la historia oral y
su potencial democrático se toman por su valor
nominal. La historia oral sólo incrementa tanto la
cantidad de sujetos que se incorporan a la
narración histórica como la información empírica
sobre ellos. Se celebra la virtud aparentemente
obvia del testimonio oral: su transparencia, su
carácter directo, su autenticidad
emocional, en la cual las palabras
significan lo que dicen y, de ese
modo, ofrecen un acceso inmediato a
los estados de ánimos. También ha
surgido una versión académica de
este proceder, con monografías que
utilizan la historia oral ya sea como
una especie de decoración –un gesto
de autenticidad para sus
narraciones– o como una fuente
alternativa casi indiscutida de
información empírica.
Esto implica un problema para el
compromiso democrático asociado al
proyecto de la historia oral. Ha
aparecido una suerte de campo
bifurcado. Por un lado hay una gran
masa de trabajos, a menudo de
orientación comunitaria e inspiración
política activista, sobre fuentes orales con poca
referencia a un aparato analítico explícito. Por
otro, existe un corpus de trabajos –principalmente
centrados en el mundo académico– que se fundan
en una interrogación teórico crítica cada vez más
elaborada de los textos orales y sus condiciones
de producción. Esto, a su vez, implica un
cuestionamiento de los estudiosos consagrados a
este enfoque, en términos de la propiedad de sus
estrategias críticas y los límites de la
interpretación aceptable. Mi propio trabajo sobre
el testimonio oral de doña María Roldán, La
historia de doña María, suscitó lo que tomo como
una amable crítica de Lila Caimari en Clarín:
“Difícilmente haya imaginado esta trabajadora de
la carne que sus palabras convocarían el giro
lingüístico, los «testimonial studies» y a Walter
Benjamin y Jacques Derrida”.
Para terminar, me gustaría decir algo sobre la
cuestión de la memoria y su incidencia sobre la
práctica de la historia oral contemporánea. Los
estudios de la memoria, desde luego, abundan a
nuestro alrededor. Como decía un artículo
reciente de una revista académica
norteamericana: “¡Bienvenidos a la industria de la
memoria!”. Ya sea en las librerías de los campus
estadounidenses, las listas de best-sellers del New
York Times o las librerías de la avenida Corrientes,
la memoria es al parecer una garantía de éxito
académico y comercial. Dentro del mundo
académico, el auge de los estudios puede
remontarse a dos (ur-textos) textos de referencia
fundamental dentro de la disciplina: Zajor. La
historia judía y la memoria judía, de
Yosef Yerushalmi, y Les lieux de
mémoire, de Pierre Nora, ambos de
principios de la década del ochenta.
En uno y otro libro, la memoria se
identificaba como una forma
primitiva y sagrada de conocimiento
del pasado, en oposición a la
conciencia histórica moderna. No es
éste el lugar para examinar en
profundidad las razones del auge de
la memoria: en parte, podríamos
sugerir que la “memoria” planteaba
al canon de la historia un
compromiso y un desafío similares a
los de la historia oral: se proponía
humanizar, dar algo de calidez a la
árida y fría objetividad del análisis
histórico. Por supuesto, ese auge no
era simplemente una respuesta a
textos determinados o estilos de historia en boga.
En América latina, la preocupación por la
memoria apareció como una respuesta al trauma
de la represión y el genocidio y las políticas de la
amnesia oficialmente sancionada, y esa respuesta
surgida en la sociedad civil influyó sobre la
producción académica. En la Argentina, el
ejemplo más significativo de ello ha sido, quizás,
el proyecto “Memorias de la represión”
coordinado por Elizabeth Jelin.
Es evidente que el balance general del auge
de la memoria fue positivo: un enorme aumento
de los estudios de prácticas y rituales
conmemorativos, una mayor atención a las
diversas expresiones de práctica rememorativa,
con inclusión de los aspectos visuales
(fotografías) y estético monumentales (arte
público). En nuestros días hay algo así como una
No es éste el lugar para
examinar en
profundidad las razones
del auge de la memoria:
en parte, podríamos
sugerir que la
memoria planteaba al
canon de la historia un
compromiso y un
desafío similares a los
de la historia oral: se
proponía humanizar, dar
algo de calidez a la árida
y fría objetividad del
análisis histórico.
18
reacción contra la industria de la memoria.
Después de todo, la memoria trae aparejado cierto
equipaje terminológico y conceptual que ha
alarmado a muchos historiadores. Como sostuvo
un crítico reciente: “Aura, jeztzeit, mesiánico,
trauma, duelo, sublime, apocalipsis, fragmento,
identidad, redención, sanación, testimonio, ritual:
éste no es el vocabulario de una práctica crítica
secular”. A ello podríamos agregar problemas
fundamentales con sus categorías y su lenguaje.
La categoría predilecta de estos estudios es la
“memoria colectiva”, aunque como categoría la
memoria está intrínsecamente relacionada con la
psique individual y su terminología básica deriva
del psicoanálisis freudiano. En rigor, gran parte
de los argumentos favorables a la necesidad de la
memoria actúan sobre la base de una analogía
metafórica directa con las afirmaciones
psicoanalíticas acerca del impacto saludable del
trabajo de la memoria sobre la elaboración del
trauma inconsciente: en lugar del analizante
individual léase la sociedad colectiva.
Todo esto bien puede ser cierto y nosotros,
como historiadores orales, deberíamos ser
conscientes de las trampas de la memoria. El
problema es que como historiadores orales apenas
tenemos alternativa: la memoria es nuestra
materia prima. La cuestión de la memoria
impregna el proyecto de la historia oral. Pero
en ésta, la memoria se ha abordado
principalmente como un enigma y un problema
embarazoso cuyas nocivas consecuencias es
preciso minimizar. La oralidad debe valorar la
memoria pero su práctica está determinada por
la dificultad de recordar, de mantener el
pasado en su lugar y dejar abierto el acceso a
él. En palabras de Alessandro Portelli, el relato
de historias es un modo de “tomar las armas
contra la amenaza del tiempo”. Como
historiadores orales que registran esas historias
y luego las transcriben, justificamos
naturalmente nuestra práctica en función de la
conservación de recuerdos y tradiciones que de
otro modo serían víctimas de la fugacidad de la
oralidad y la memoria. En general, los
historiadores orales dieron la bienvenida al
auge de la memoria: en parte, sospecho, porque
parecía legitimar ciertos aspectos de la práctica
de la historia oral que muchos consideraban
difícil justificar. La preocupación que quiero
dejar sentada aquí es que, una vez más, gran
parte de esto se incorporó sin examen alguno.
Al parecer, la historia oral pasó de una
obsesión por las inadecuaciones de la memoria
a su adopción acrítica.
Quiero proponer dos puntos de reflexión
sobre los problemas del uso de la memoria para
los historiadores orales. Uno procede de una
anécdota personal tomada de mi propio
trabajo; el otro pertenece a un extraordinario
cuento autobiográfico de Italo Calvino.
Comencemos con el relato de Calvino. Se titula
“Memorias de una batalla” y está incluido en
su libro El camino de San Giovanni. Es corto
–alguien podría decir que es dolorosamente
corto–, apenas una docena de páginas, y su
misma brevedad indica los resultados
frustrantes de la búsqueda que Calvino se
había propuesto.
De adolescente, éste fue miembro de un
grupo de partisanos del norte de Italia durante
los últimos años de la guerra. Tuvo su
bautismo de fuego en un fallido intento de los
partisanos de tomar un pueblo situado en una
colina. Casi treinta años después, Calvino se
propuso recobrar sus recuerdos de ese día.
Habían pasado muchos años desde que
removiera esos recuerdos “ocultos como
anguilas en las pozas de la mente”. Pero no
tenía dudas de “que cada vez que quisiera, no
tendría más que buscar en los bajos para verlos
asomar a la superficie”. Cuando comienza a
tratar de organizar sus reminiscencias,
comprueba que debe moverse a tientas en la
oscuridad: metafórica y realmente. El día del
ataque había empezado antes del alba, cuando
los grupos de partisanos se abrieron camino a
través de la maleza oscura del valle al pie de la
colina. Los fragmentarios recuerdos de Calvino
sobre la marcha en las primeras horas de la
mañana se centran en los sonidos y su entorno
físico: espinas que pinchan, guijarros
resbaladizos. Gradualmente, a medida que
asoma el día, puede recordar los contornos de
la aldea de Baiardo que los partisanos van a
atacar: una aldea cuya silueta ha conocido toda
su vida. Cuando la luz ilumina la aldea, puede
recordar los rostros de los miembros de los
otros grupos partisanos que se reúnen para el
ataque.
En este punto Calvino aborda la cuestión
del contexto empírico y la historia, la tensión
entre la memoria y la historia. Debería, dice,
incorporar detalles sobre el lugar, la historia de
19
Italia durante la guerra, los fascistas, los
partisanos. Pero esto, agrega, “en vez de
despertar recuerdos volvería a sepultarlos bajo
la corteza sedimentaria de la mirada
retrospectiva, ese tipo de reflexiones que ponen
las cosas en orden y explican todo de acuerdo
con la lógica de la historia pasada”. No es eso
lo que Calvino quiere; su ambición es recuperar
la inmediatez, la gravedad del momento en que
se les dio la orden de descalzarse y avanzar por el
sendero que rodeaba la aldea. A lo largo de los
años transcurridos desde entonces, sus
reminiscencias siempre habían comenzado en ese
momento. “Creía que sólo debía recordar ese
momento, y todo el resto seguiría naturalmente”.
El resto del relato habla de la frustración y el
desconcierto ante su incapacidad de hacerlo. El
final está atormentado por el temor a la
inadecuación de la memoria pero también a su
alternativa. Calvino no duda de su capacidad de
convertir esa noche y ese día en una narración,
pero eso es justamente lo que teme: “Y ahora mi
temor es que tan pronto como esa memoria se
forme, se cubra con la luz errónea, amanerada y
sentimental como siempre son la guerra y la
juventud, y se convierta en un relato escrito en el
estilo de la época, que no puede decirnos cómo
eran realmente las cosas sino cómo creíamos
verlas. No sé si destruyo o salvo ese pasado
oculto en la aldea sitiada”.
Su recuerdo de la batalla termina al escuchar,
al pie de la aldea, las estrofas del himno fascista,
y con ellas la noticia de que arriba el combate se
ha perdido. Los recuerdos concretos de lo que
siguió son una mezcla vaga de sensaciones
centradas en la confusa huida de los partisanos.
La alternativa sería concentrarse en todo lo que
Calvino averiguó después sobre la batalla: lo
sucedido en la aldea. Y ésa es la ironía final:
tan pronto como describe la batalla que no vio,
tan pronto como se somete a los criterios
formales de la narrativa histórica, los recuerdos
que hasta entonces fueron tan difíciles de
convocar surgen con claridad. Basado en un
recuerdo comunitario y partisano del combate
y en historias más formales de la resistencia
durante la guerra, Calvino comenta con ironía
que “los recuerdos de lo que no vi en la batalla
adoptan un orden más preciso que lo que
realmente experimenté, porque están libres de
las confusas sensaciones que obstruyen mi
evocación de la totalidad”. Puede elaborar el
detalle de rostros y gestos extraídos de su
almacén de recuerdos. Gino, el jefe de una
brigada, usa un sombrero mexicano, aunque
Calvino sabe que el recuerdo proviene del
verano anterior. Nunca vio a Gino en la plaza.
Al final, reconoce con pesar que “todo lo que
he escrito hasta ahora sirve para demostrar que
ya no recuerdo nada de esa mañana”. Sólo le
queda, en definitiva, el acto de la escritura,
como complemento inevitable aunque parcial
de la memoria y el sentido de “la distancia que
separa esa noche de entonces de ésta, hoy, en
que escribo”. La historia, informada por una
memoria fragmentaria, brindará un resignado e
inadecuado testamento al deseo de Calvino de
recobrar la esencia de esa experiencia crucial
de su juventud.
Quiero proponer ahora un ejemplo final
tomado de mi práctica como historiador oral en
la comunidad de trabajadores de la carne de
Berisso, que también alude al estatus
problemático de la memoria y su relación con
la historia. La anécdota que quiero contarles
ocurrió en octubre de 1995 y se refiere a las
celebraciones por el quincuagésimo aniversario
de la movilización del 17 de octubre. Mi
presencia en Berisso en esos momentos me
brindó la oportunidad de investigar el recuerdo
específico de ese acontecimiento. Me
impresionaba entonces lo que juzgaba como
una sorprendente fragilidad de la memoria
comunitaria de los sucesos y la condición
problemática de las diversas ceremonias que se
preparaban para el aniversario.
El día mismo del aniversario apareció en
uno de los principales diarios de Buenos Aires
un artículo a toda página con testimonios de
cuatro residentes de Berisso que habían
intervenido en la movilización de 1945. La
periodista autora de la nota había ido a la
municipalidad de esa ciudad y solicitado
entrevistar a participantes de los
acontecimientos originales. Luego los había
llevado en su auto en un recorrido que recreaba
el camino tomado por el contingente de
trabajadores de Berisso. La periodista asentaba
los detallados recuerdos que el viaje en
automóvil a la Plaza de Mayo había evocado en
los cuatro veteranos.
Mi reacción al leer la nota ese día en
Berisso fue de sorpresa y perplejidad y cierto
sentimiento de dignidad profesional herida.
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Sabía quiénes eran dos de los participantes que
ocupaban un lugar central en el artículo. Los
había conocido la semana anterior en una
unidad básica peronista local donde les había
hecho preguntas específicas sobre sus recuerdos
del 17 de octubre. Ninguno de ellos había
mencionado un viaje a Buenos Aires cincuenta
años atrás. En particular, había entrevistado con
cierta profundidad a uno de los hombres. Éste, a
quien llamaré Juan, me dijo que siendo un niño
se había unido a la columna de trabajadores de
Berisso que marchó ese día hacia La Plata,
donde hubo una concentración en las últimas
horas de la tarde. Temeroso de la reacción del
padre ante su ausencia sin
explicaciones de la casa, volvió a
Berisso al anochecer. También me
desconcertaba el hecho de que en el
artículo periodístico tres de los
entrevistados recordaran choques
entre grupos peronistas y
antiperonistas en La Plata, aunque
los adjudicaban al día anterior, el 16.
Mis investigaciones y otros
documentos indicaban que esos
enfrentamientos y la consiguiente
destrucción de muchos bienes se
habían producido luego de la
concentración del 17. De modo que
tenía mi propio enigma de la
memoria. ¿Cómo explicaría esas
discrepancias? El enigma no se
refiere simplemente a las falacias de la memoria
individual; también plantea cuestiones acerca de
la relación de la memoria individual y la memoria
colectiva, entre las narraciones comunitarias y la
conciencia histórica y los diferentes criterios que
subyacen a ellas.
Una manera de comenzar a desentrañar el
posible significado de esta anécdota consiste en
reconocer que el relato no tiene que ver con la
memoria colectiva en abstracto. Como anécdota
alusiva a cuestiones de la memoria colectiva, se
refiere a los problemas específicos asociados a la
memoria y las comunidades de clase obrera en el
mundo contemporáneo. En consecuencia, quiero
explicar las cosas en un micronivel local y no en el
nivel abstracto en que se sitúan gran parte de los
debates sobre la memoria.
En primer lugar, podríamos sugerir que
varios factores dan cuenta de las discrepancias en
el testimonio de los veteranos. Es posible que los
acontecimientos de La Plata se hayan retrotraído
al día anterior para mantener inmaculada la
imagen prístina del día mítico de armonía en que
un líder y su pueblo se unieron. De ser así, se
habría producido una especie de rememoración
errónea deliberada que implica un cambio
temporal en la trama del relato. También es
posible que ese desplazamiento sea una manera
de explicar una presencia que nunca existió en los
grandes acontecimientos de ese día en Buenos
Aires. Los entrevistados tal vez hayan desplazado
los sucesos del 17 en La Plata, en los cuales
tomaron parte, al 16, a fin de atribuirse una
participación en los acontecimientos mucho más
trascendentes del día siguiente en
Buenos Aires.
Las cuestiones aquí planteadas
no tienen que ver, en realidad, con la
veracidad o las debilidades de la
memoria. Cuando Juan contó con lujo
de detalles su viaje a Buenos Aires a
la periodista, no estaba mintiendo de
manera deliberada. Sospecho que la
entrevista grupal fortaleció la
tendencia –podríamos decir: el
contagio– a competir entre sí por la
presencia. Capturados en el
momento, puestos frente a alguien de
afuera que buscaba un material
periodístico, recordaron de
conformidad con otros criterios.
Después de todo, gran parte de la
historia que adoptaron pertenecía a la memoria
colectiva común de su generación de trabajadores
de Berisso, reforzada por las ceremonias y
celebraciones de esas semanas que culminarían el
17. Los límites entre la rememoración personal, la
memoria individual y la memoria del grupo eran,
por lo tanto, fáciles de cruzar con el fin de contar
una historia comunitaria que habían asumido
como propia.
El relato no tiene que ver con un acceso
defectuoso a la “conciencia histórica” o a la
Historia con H mayúscula. Cuando los veteranos
desplazan los sucesos del 17 al 16, no lo hacen
porque no tengan acceso a esa historia formal: al
contrario, pueden disponer fácilmente de ésta en
una diversidad de sitios locales y nacionales. Sus
recuerdos son a la vez individuales –arraigados
en la evocación personal y la necesidad de
establecer una identidad propia– y
profundamente configurados por criterios
La historia oral implica
una apuesta, y una
apuesta significa que se
puede fracasar. Pero al
final del día el
historiador oral tiene
que apostar, tiene que
hacer un acto de fe
que le permita creer que
la experiencia histórica
directa irrumpirá y
encontrará expresión en
el testimonio individual.
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extraídos de las necesidades y deseos de su
colectividad específica. ¿Cuál debería ser mi
reacción como historiador ante ese relato sobre la
falibilidad de la memoria? Podía reafirmar
simplemente los títulos de una conciencia
histórica superior. Pero hacerlo habría sido
obtener una victoria mezquina y en gran medida
sin sentido; después de todo, solemos conocer los
“hechos históricos” mejor que nuestros
informantes.
Podía ser más significativo, en cambio, ir más
allá de la anécdota con su salutífero relato de
vindicación de la historia y plantear interrogantes
sobre la supervivencia y la transmisión de la
memoria colectiva. El recuerdo del 17 de octubre
tiene un alcance cada vez más tenue en la
conciencia colectiva de Berisso. ¿Por qué? Bien,
como recuerdo colectivo ha sido crecientemente
descontextualizado y despojado de su razón de
ser. El 17 de octubre bien puede ser problemático
por el dolor que evoca entre los miembros de
algunas generaciones de trabajadores peronistas.
Sería lícito decir que puede haber un choque entre
los valores de un gobierno peronista
comprometido con la lógica del capitalismo
global, con sus políticas sociales y económicas
correspondientes, y los significados y valores
tradicionalmente considerados como inherentes a
los acontecimientos del 17 de octubre. El recuerdo
de esos sucesos había aludido en principio a una
experiencia de movilización y activismo; luego de
1955 la memoria se sostuvo en comunidades como
Berisso gracias a las prácticas sociales de
resistencia. Esas prácticas sociales y sus recuerdos
concomitantes se centraban sobre todo en el
mundo del trabajo. En una época de
desindustrialización y su correspondiente
marginación social, es muy posible que el
recuerdo del 17 de octubre de 1945 no sólo sea
doloroso sino que se esté convirtiendo
rápidamente en algo irrelevante para esas
comunidades.
Es habitual terminar una ponencia de este
tipo con una nota esperanzada, pero dije al
comienzo que éste sería un relato aleccionador y,
normalmente, el relato contiene una advertencia
sobre dificultades y problemas. A veces
aprovecho de esta historia para calmar el
entusiasmo impulsivo de mis estudiantes. Si hay
una cautela es que la historia oral es un
emprendimiento más complejo, más paradójico de
lo que solemos pensar y que las posibilidades de
realizarla exitosamente son más frágiles de lo que
nos gustaría admitir.
Sin embargo, nada de esto implica que
debiéramos dejar de hacer historia oral, sería una
precaución hipócrita dado que yo mismo no tengo
la menor intención de desistir de su práctica. Es
precisamente su complejidad y la fragilidad del
emprendimiento lo que la hace tan
intelectualmente desafiante y tan rica como
emprendimiento humano. A pesar de todas las
advertencias que nuestras nuevas sensibilidades
críticas y teóricas nos ofrecen sobre la opacidad
de estas fuentes, sobre el poder coercitivo de las
narrativas colectivas, sobre el potencial abusivo
de las entrevistas y sobre el laberinto de la
memoria –a pesar de todas estas advertencias los
impulsos originarios que mencionamos
permanecen vigentes. La historia oral implica una
apuesta, y una apuesta significa que se puede fracasar.
Pero al final del día el historiador oral tiene que
apostar, tiene que hacer un “acto de fe” que le permita
creer que la experiencia histórica directa irrumpirá y
encontrará expresión en el testimonio individual. Es
este acto de fe que se encuentra en la base de
cualquier creencia. En un pacto referencial entre
historiador oral y sujeto histórico.
Me gustaría terminar esta nota parafraseando
al gran crítico francés Philippe Lejeune, pues
creo que sintetiza las tensiones de las que he
hablado hoy: “creo que podemos prometer
contar la verdad. Creo en la transparencia del
lenguaje y en la existencia del sujeto completo
que se expresa por él... Pero, por supuesto, creo
en todo lo contrario... en el campo del sujeto no
hay referente... ya lo sabíamos, no somos tan
ingenuos, pero una vez que aceptamos estas
precauciones, seguimos como si no lo
supiéramos. Contando la verdad sobre el yo,
completando el yo como un sujeto completo. Es
una fantasía”. ¡A pesar del hecho de que la
historia oral es imposible, esto de ninguna manera
le impide existir!