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embargo, el lugar siguió constituyendo un punto de
intercambio comercial importante, dado por la
urbanización que produjo el ferrocarril como por la
afluencia de carros que siguió siendo continua hasta
mediados del siglo XX.
Este movimiento comercial es digno de destacar
porque resulta característico del lugar y está muy
presente en la memoria de los entrevistados.
Don D’Amico, hijo de italianos, quien heredó de
su padre el oficio de peluquero, evoca:
Mi papá trabajaba en el centro, cerca del mercado,
después se vino acá... antes la gente venía ubicándose en
los puntos para trabajar. Tenían visión para trabajar, para
hacer las cosas. Él sabía que por acá entraba toda la gente
de campo y estaban los corralones. Conocía a mucha gente.
Había veces que solía atender hasta las dos o tres de la
mañana aunque no había esta luz, sólo un foquito.
Entonces esa gente venía como a las 7 u 8 de la mañana
con la fresca y le decían: “Buen día, más tarde venimos a
que nos corte el pelo”. Y caían de 7, 8 ó 9 a cortarse el pelo.
Venían dos o tres por carreta y a toda esa gente le cortaba
el pelo mi papá. Algunos pagaban y otros no. Pagaban con
plata luego que iban a entregar la carga a la báscula, al
otro día venían y le pagaban a mi papá. Algunos amigos
conocidos le dejaban carbón, vizcachas, chivos.
Los carreros, así como algunos de los dueños de
las tropas, eran criollos que traían básicamente leña
y carbón. Esto se comercializaba en el ferrocarril, en
los corralones y en los almacenes de ramos generales
de la zona en manos de los inmigrantes. Con
algunos de estos almacenes el intercambio se
producía a través del sistema de trueque. El carrero
compraba ropa, alimentos, herramientas de trabajo y
“los vicios” (yerba y tabaco).
Don Américo Piscitelli, desde la vereda de su
casa, describe esta situación:
Donde están todos esos montes que se ven en la
esquina... era una playa de carros. El trabajaba con los
carreros... Ahí dejaban toda la carga, ahí chupaban, ahí
comían, ahí dormían, y cuando ya no tenían nada, se iban
a la casa. Llegaban a la casa con un poco de azúcar, un
kilogramo de pan habrán llevado, alguna cosa... Y este
hombre les compraba leña, les compraba carbón... En ese
tiempo se llevaban bolsas de azúcar, bolsas de harina que
no costaban nada... Los carreros se llevaban harina,
azúcar, maíz, alpargatas, llevaban ropa... en fin, aceite...
toda mercadería de una casa de familia. Los corralones
acumulaban de todo, cueros, eran depósitos, y después
salían a vender los cueros a otro lado, a los negocios del
centro... ellos compraban acá y después revendían allá. Si
acá pagaba un cuero, un suponer 50 centavos, ellos lo
vendían por 1,20. Los carreros no pasaban la Avenida
España.
Por su parte María Abdala, hija de inmigrantes
sirio-libaneses propietarios de un almacén de ramos
generales, recuerda de su infancia:
La clientela nuestra eran los carreros que venían del
campo y gente de acá. Llegaban (los carreros) como a la
una o dos de la mañana... mi mamá se tenía que levantar a
abrir a atenderlos, a darles la comida... Me acuerdo de los
carreritos que venían al negocio a comprar y llevaban
mercadería. La leña se usaba para muchas cosas: la cocina
económica, todo era con leña... todo era a base de leña...
La ausencia del tránsito de pasajeros transforma
el uso y función de algunos espacios públicos. La
Plaza Colón se va transformando en una cancha de
fútbol. Según Liberato Tobares, alrededor de 1924 la
Plaza ya era la cancha Colón. D’Amico, actual
peluquero del vecindario, recuerda:
La cancha Colón estaba entre Rivadavia y avenida
España. Bien en la esquina donde está la esquina de la
terminal, justo ahí estaba la cancha Colón. Estaba rodeada
por paredes grandes, ladrillos, pimientos grandes. La
entrada principal era por la esquina de Rivadavia. Eso sí,
los muchachitos de antes nos acordamos porque
entrábamos por cualquier otra parte... Cancha, cancha no
era, como ahora, pero tenía su tribuna, estaba toda rodeada
con alambre. Había mucho entusiasmo, estaba el club
deportivo Estudiantes, Huracán, Juventud, Victoria,
Pringles. Jugábamos. Se jugaba de mucho corazón. Se
siente mucha nostalgia.
El predio del ferrocarril va perdiendo
paulatinamente la dinámica de la actividad
ferroviaria y a la par cobra otro uso y otra vida para
la infancia del barrio. El vivo recuerdo de María
Abdala testimonia esta metamorfosis:
Me acuerdo que jugábamos... ¡¡sabe como
jugábamos!!... ¡Ay, no se imagina! Tomábamos la zorra
por cuenta nuestra... cuando quedaba desocupadita la
zorra, jugábamos todos y hacíamos de todo, de todo...
íbamos a jugar... además mis hermanos varones eran
más chicos que yo... éramos tres mujeres y después tres
varones. Nosotros tomábamos las vías del ferrocarril y
la acequia ésa que corre acá nos llevaba hasta los sauces
que están más o menos a una cuadrita, nada más de lo
que es el Puente Blanco. Y nosotros nos íbamos a
desayunar con las amigas mías, las chicas Flores de
enfrente. Pasaban los linyeras y nosotros no les