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A
lgunos historiadores europeos y estadouniden-
ses sostienen que la historia oral se ha adorme-
cido. Que ha perdido el entusiasmo inicial de
los años 80 –incentivados por trabajos como
los de Paul Thompson– y aquella esperanza en una re-
volución historiográfica centrada en el objetivo de “dar
voz a los que no la tienen”.
Ya sabemos que la historia oral produjo una ava-
lancha de críticas a la subjetividad del testimonio, re-
acción previsible en una disciplina constituida alrede-
dor del culto a la “objetividad” de las fuentes escritas.
Pero también operaron muchos cambios en las últimas
décadas. Otras disciplinas incorporaron la oralidad y
desarrollaron una profusa producción teórica acerca
de nuevos objetos de estudio, como la memoria y la
identidad (individuales y colectivas), los procesos de
su construcción y deconstrucción, y las relaciones que
guardan con la historia y con otras representaciones
sociales. En casi todos los casos, el testimonio se sumó
en calidad de dato de la realidad, a veces como fuen-
te central, otras como complementaria, pero siempre
imprescindible para conocer hechos no registrados (o
alevosamente ocultados) o las vivencias y representa-
ciones de los sujetos participantes.
Los tiempos han cambiado. Quizás la primera es-
peranza en una revolución historiográfica producida
solo por la presencia del testimonio parezca hoy inge-
nua, y es, sin duda, necesario criticar e incorporar la
complejidad de otros desarrollos teóricos y metodoló-
gicos. Pero la historia oral no se ha adormecido. Al me-
nos no en nuestro país ni en América latina, ni donde
se hayan vivido terribles y oscuras dictaduras. En estos
sitios la oralidad se convirtió en una forma central –en
ocasiones única– de reconstruir traumáticos procesos
de los cuales el poder ha intentado borrar toda huella.
El testimonio cobró una entidad fundamental porque
en él se juega la vida o la muerte de la memoria, y aún
más, de la justicia. Es un instrumento para saber y para
reparar experiencias individuales y colectivas, para ha-
cer historia y construir memoria, y al mismo tiempo,
es la prueba imprescindible de procesos judiciales que
instalen la justicia como centro de la vida social en el
presente y en el futuro.
En consonancia con lo que hemos dicho, no es ca-
sual que la mayoría de trabajos que ofrece este número
de
Voces Recobradas
tengan en común el interés por
una época de difícil y controvertida reconstrucción: los
años 60 y 70. Dora Bordegaray se dedica a la experien-
cia de un sacerdote tercermundista, Paula Sombra a la
militancia del peronismo de izquierda, Irene Marrone
y Mabel Fariña a los jóvenes cineastas, y el artículo de
Lior Zylberman reflexiona sobre la memoria y, cuando
quiere poner a prueba sus postulados, lo hace analizan-
do imágenes cinematográficas que abordan las organi-
zaciones armadas de aquellos años o la mirada de las
nuevas generaciones de hijos de desaparecidos.
Finalmente, y en un registro diferente, el trabajo
de Nuria Sanguinetti y Daniela Tomeo nos trasladan
a los barrios de Montevideo y nos cuentan sobre otro
uso fundamental que han encontrado nuestros países
para la historia oral: el modo que puede insertarse en
los procesos educativos.
L.B.
E
DITO
RIAL