image/svg+xml
Voces Recobradas
7776
Revista de Historia Oral
Voces Recobradas
Revista de Historia Oral
7776
D
esde que en agosto de 1615 Hernando Arias de
Saavedra otorgó las primeras suertes adjudicando
tierras a los pobladores de lo que hoy conocemos
como Villa Pueyrredón, muchas cosas han cambiado. Dos
de sus vecinos han sido testigos de parte de esos cambios,
al menos de los que se produjeron desde 1951 cuando allí
se asentaron.
Ramiro Blanco es, quizás, el último veterano de la
Guerra Civil española. Junto a Celia González se radi-
caron hace más de sesenta años en Buenos Aires. Ella
llegó para casarse con ese mozo que había conocido,
apenas adolescente, en una fiesta parroquial en Ponte-
vedra, en 1942.
De Galicia
a Villa
Pueyrredón.
Una historia a dos
voces de la
inmigración gallega
Gabriel Seisdedos
Dirección General
Patrimonio e Instituto
Histórico
A la sombra de un limonero rememoran en una casa
de la calle Pareja en Villa Pueyrredón el inicio de sus vi-
das. Es él quien toma la palabra:
Y aquí estoy de puro obstinado con 95 años y con fuerzas
todavía de contar una historia que comenzó del otro lado
del mar, en una aldea gallega siempre verde, en un valle de
pinos, toxos y castaños.
Nací el 16 de abril de 1920 en la
aldea de Lamego, parroquia de Amanzo, ayuntamiento de
Villa de Cruces, en Pontevedra, Galicia.
Soy hijo de Ma-
nuel Blanco Amanzo y Carmen Amanzo García, los dos
primos y los dos labriegos.
Fui el tercero de sus hijos, el
que traía un poco de alegría en una casa que se recupera-
ba de la partida de mi abuelo Manuel,
muerto a consecuencia de la peste es-
pañola, él fue uno más de los millones
que cayeron en Europa entre 1918 y
1920. El 18 pasó a ser entre nosotros o
ano de la Peste.
En mi infancia los niños po-
níamos imaginación para hacer de
manzanas y patatas pelotas de futbol
o convirtiendo los viejos paraguas en
arcos y escopetas, jugando a la guerra con
amigos y vecinos, sin saber que en 1936 dejaría de ser un
juego.
Todos los domingos las familias marchaban temprano
para asistir a misa en la parroquia de Amanzo, entre bro-
mas y juegos que acortaban los siete kilómetros que sepa-
raban la pequeña aldea de Dios.
En la semana había tiempo para la aventura cuando
salían al monte antes del amanecer con otros rapaces y Gu-
mersindo, el hermano mayor, a cazar liebres, conejos y
perdices, con la ayuda de un hurón domesticado. Todo se
vivía con exaltación: el hurón hostigando al conejo a salir
de la madriguera, el disparo de la escopeta, el huir antes
que la Guardia Civil los detectara, pues el delito de la caza
montaraz se penaba con multa. Hacia el mediodía volvían
victoriosos a las cocinas donde las
mais
despellejaban y
marinaban lo que el monte había otorgado.
El aroma de los guisos o el caldo gallego son recuer-
dos que Ramiro y Celia asocian a sus madres, al calor de
los fogones, cuyo fuego avivaban los niños con los fuelles.
Se cocían los guisos de carne de cerdo, pues la carne de
vaca se reservaba por razones de economía para los días
de festa o para los enfermos.
Los dos también repiten que en la cocina de los la-
briegos se horneaba un pan diferente al de los ricos:
el
nuestro era pan de
brona
, una mezcla de centeno y maíz
que sería esencial en la alimentación de las aldeas, sin la
presencia de los ricos de la ciudad que vacacionaban en
sus
pazos y comían otro pan,
el pan de trigo era una au-
sencia que no se añoraba.
En las casas se preparaban las conservas y los dulces
para el invierno. En la de Ramiro, además, se hervían los
huesos de cerdo para impregnar las bordalesas con el ob-
jeto de fortalecer el vino que producían.
La vida en comunidad hacía que los domingos se ejer-
ciera el trueque en las ferias de los pueblos aledaños, con
los productos de la fnca, cuando no
se vendía en las tabernas. En el caso
de la familia de Ramiro, los Blanco,
era el vino producto de las vides de
Albariño y Torrontés plantadas por
el abuelo Manuel hacía ya muchos
años, siguiendo con una tradición
viñatera de generaciones en ese suelo
arcilloso que lo hacía propicio para
su desarrollo. En el lagar se procesaba
el vino y con los restos se hacía el orujo, el
típico aguardiente.
Para muchos de los vecinos que veían pasar a los ni-
ños de los Blanco y los González rumbo al colegio, que los
padres mandaran a sus hijos a la
scola
era una forma de
malcriarlos; de hecho, Carmen, la hermana de Ramiro,
era la única niña que concurría al establecimiento que se
hallaba arriba de un establo.
Pero lo que esos vecinos no sabían era del miedo de
Ramiro mientras atravesaba los montes camino a la es-
cuela de Candanedo, ya que aquello era puro monte: mie-
do a los gitanos, al lobo, al hombre de la bolsa y a la meiga,
la hechicera que vivía en los bosques y podía salirles al
cruce en algunos de los senderos y embrujarlos, que ya
había por esos montes muchos
meigallos o hechizados
, en
realidad enfermos mentales cuyas familias peregrinaban
al vecino santuario de Nossa Señora do Corpiño en busca
de su curación.
En la
scola
a la que iban de lunes a sábado se santigua-
ban frente al Santo Cristo, el crucifjo ante el que rezaban
antes de entrar a clases. Con la llegada de la República lo
seguirán haciendo pero a escondidas del inspector escolar.
El maestro impartía conocimiento y disciplina a los
niños que llegaban de las aldeas vecinas a Candanedo, el
Y aquí estoy de puro obstina
-
do con 95 años y con fuerzas to
-
davía de contar una historia que
comenzó del otro lado del mar,
en una aldea gallega siempre
verde, en un valle de pinos, toxos
y castaños.
Ramiro y Celia.
image/svg+xml
Voces Recobradas
7978
Revista de Historia Oral
Voces Recobradas
Revista de Historia Oral
7978
respeto que se tenía por aquel hombre era reverencial,
el señor maestro don Benito Vivian, contratado por los
padres de la aldeas que deseaban darle educación a sus
hijos, pegaba fuerte y tenía la autoridad delegada por
los padres para corregirlos y zurrarlos. Muchos de esos
compañeros pronto abandonarían la escuela pues los
padres necesitaban que los varones cuidaran de la tierra
y las niñas del hogar.
Rememora Ramiro:
De las catorce familias que habitaban mi aldea, en solo dos
de ellas se sabía leer, una era la mía. Mis hermanos y yo
fuimos la primera generación que accedió a la escuela, mis
padres habían tenido una educación muy precaria, ellos
tuvieron la suerte de recibir una ins-
trucción dada por algún vecino alfa-
betizado a cambio de algo para comer.
Hasta en ello el trueque era el motor
fundamental de la supervivencia de
los pueblos pequeños.
Ramiro y Celia terminaron una ins-
trucción básica. En el caso de él, re-
cuerda que
:
Entre mis 6 y 14 años cuidaba que nuestro ganado no
entrara a campo vecino y que pacieran en tierra sin
sembrado, siempre corriendo tras Gallarda, Bermella o
Amarella, algunas de las vacas que como era costumbre
recibían sus nombres de los niños. El ocuparnos de las
tareas rurales era una forma más de sentirnos respon-
sables de contribuir al trabajo familiar, de sentirnos ya
mayores.
Las vacas no eran las únicas que recibían un nom-
bre. Las casas y las familias que en ellas vivían por
generaciones, también. En el caso de Ramiro a su lar
y a su familia se las conocía y se las sigue conociendo
como Casa do quinto, pues durante un tiempo en el
siglo XIX se hacía la revisación médica de los hom-
bres convocados por quintas o clases según el año de
nacimiento. En el caso de Celia su casa y su familia
era llamada como
do rexidor
, por pertenecer muchos
años antes a un rejidor o funcionario municipal. El
apelativo los hacía identificables en aquellas zonas
donde apellidos como Blanco o González resultaban
demasiado populares.
La Guerra Civil
Mi nombre registrado en el ayuntamiento de Selleda es
María Mercedes González Gamallo, pero el de bautismo
por el que me conocen todos, es Celia. Soy la tercera de
doce hermanos, nacida el 23 de enero de 1927 en el pueblo
de Lamela. Mi madre tuvo quince partos, pero solo doce le
vivieron.
Cuando estalló la guerra la noticia llegó en medio de
la festas por nuestra Señora del Carmen, las campanas
llamando a júbilo por ello se confundían con los que vi-
vaban el alzamiento de Franco. Con mis nueve años vivía
la tristeza de mis padres por los tres hijos que estaban
destinados en el frente… la llegada de cada carta de al-
guno de ellos era una alegría que se compartía con los
vecinos… en la plaza del pueblo bajo
la luz de los faroles de gas los vecinos
alfabetizados leían para el resto las
noticias que con atraso llegaban en
el Faro de Vigo, el diario más popu-
lar de Galicia. Los niños seguíamos
jugando a lo que fuera, mientras mis
hermanas y primas, mayores que yo,
se convertían en madrinas de guerra
de los nacionales, enviando cartas y
prendas tejidas por ellas a soldados que
con convicción o sin ella peleaban esa guerra en la que
nos habían metido. Esto se vivía en todas partes, en Ga-
licia los pueblos eran todos iguales, digamos, una vaca
más o menos…
En la familia de Celia con tantos varones se les concedió
el privilegio de dejar a uno de cada tres convocados para
la mili
, para poder ayudar en la casa. Recayó en las niñas
de la casa jugar a suertes el nombre del afortunado que se
privaría de la experiencia bélica.
La capilla cumplía la función de comunicar con el
tañido de las campanas la muerte de algunos de los hom-
bres convocados o mediante el toque a júbilo la caída de
algunas de las ciudades tomadas por
los nacionales.
La niña que era Celia en aquel entonces imaginaba
una bruma gris que se esparcía por toda Galicia a causa
de la guerra. En los pueblos solo quedaban los ancianos,
las mujeres y los niños para labrar los campos. Ya no ha-
bría bailes, música ni romerías, escaseaban los alimentos
y las mujeres esperaban, mientras se reunían en las casas
con sus bastidores a bordar en grupo, el regreso de los
hombres,
tullidos pero vivos
.
De Portugal llegaban los primeros extranjeros que Celia
conoció, ellos venían a trabajar, preferentemente, en el
bosque con la madera, eran reconocidos leñadores.
Llegaban caminando desde la frontera a unos sesenta ki-
lómetros de mi pueblo, dormían en los graneros o en las
cocinas al lado del fogón… para los niños aquello era una
festa, les escuchábamos cantar canciones de su tierra…
ahora que lo pienso ese fue nuestro primer contacto con la
añoranza de la tierra de uno
…
Mientras tanto la vida y la muerte seguían visitando a la
aldea; los bautismos en la parroquia estarán marcados
por la ausencia de los padres que com-
batían, y de esa época es su primer
recuerdo de la muerte, cuando con-
curría al velorio en la casa de algún
vecino, en cuya habitación principal
se disponía de
(…) un cielo falso, una vieja costum-
bre de la zona por la cual las aldea-
nas llegaban para disponer una gran
sábana blanca que cubría el techo en-
cima del cajón mortuorio donde las veci-
nas al llegar colgaban con alfleres los pañuelos negros con
que solían cubrir sus cabezas, en demostración del dolor
que provocaba la desaparición del difunto.
Las familias esperaban con pavor recibir el sobre cruzado
con una franja negra anunciando la
gloriosa muerte
en
combate de alguno de sus integrantes.
Todas noches rezábamos en familia a la luz de las lám-
paras de kerosene, todavía me conmueve después de casi
ochenta años recordar el llanto de mis padres por no tener
noticias de seus flhos que estaban en el frente; Juan, heri-
do, Ramiro y Pepe incomunicados por meses. Pero mis her-
manos volvieron todos, solo uno tullido de por vida, fuimos
afortunados… A mí me mandaban temprano a la cama
con la oración correspondiente. “Me acuesto en esta cama
sin saber si llegaré a mañana, llegare que no llegare a Dios
encomiendo mi alma”.
En 1938 la
quinta,
la clase a la que pertenecía Ramiro es
convocada, mala suerte la de él, de haber nacido después
del 30 de junio y no en abril, su convocatoria habría sido
después de fnalizada la guerra. Marchará a la retaguar-
dia en la Compañía 17 de ametralladoras de Aragón, en-
trando a Toledo y Madrid después de la rendición de los
republicanos, cuyas casas habían abandonado tan rápida-
mente ante el avance nacionalista que podían ocuparlas
amobladas. De paso por los campos de Castilla recordará
la angustia de los campesinos cuando el ejército triunfan-
te mande a su caballada a alimentarse en los sembradíos
de los sospechosos de simpatizar con los republicanos,
condenándolos al hambre
.
Muchas veces veías a los civiles merodear para arrojarse
sobre las sobras que dejaban en los campamentos militares
o a las pobres mujeres prostituirse por
llevar un poco de alimento para sus
hijos.
La camaradería de los soldados, las
carreras de los piojos rebeldes que
atacaban sin piedad a los hombres
que, con pragmatismo estoico, orga-
nizaban carreras por dinero entre los
insectos de mayor tamaño, son de los
pocos recuerdos que le arrancan una
sonrisa casi ochenta años después. Resu-
me su experiencia con una frase:
Por suerte nunca me tocó echarle un tiro a nadie, la guerra
siempre es mala, pero una guerra civil es salvaje.
El servicio militar de Ramiro durará siete años por la po-
sibilidad de que Gran Bretaña castigara desde su base en
Gibraltar por la manifesta adhesión de Franco al nazis-
mo bombardeando suelo español. Pasará años de su ju-
ventud esperando frente al célebre peñón un ataque aéreo
Cuando estalló la guerra
la noticia llegó en medio de la
fiestas por nuestra Señora del
Carmen, las campanas llamando
a júbilo por ello se confundían
con los que vivaban el alzamien
-
to de Franco.
Todas noches rezábamos en
familia a la luz de las lámparas
de kerosene, todavía me con
-
mueve después de casi ochenta
años recordar el llanto de mis
padres por no tener noticias de
seus filhos que estaban en el
frente
(...)
Durante la entrevista.
image/svg+xml
Voces Recobradas
8180
Revista de Historia Oral
Voces Recobradas
Revista de Historia Oral
8180
que nunca llega, otros compañeros se apuntarán como
voluntarios para integrar la división azul con la que se
destacaron en la campaña de Rusia, alistados para frenar
el avance del comunismo. La mayoría morirá bajo la in-
clemencia del invierno ruso.
Indudablemente me tocó una mala época para hacer la
mili…
Cada tanto una licencia lo devuelve a su pueblo, adonde
llega con latas de conservas intercambiadas gracias a su
abstinencia al tabaco que los ofciales reparten a sus hom-
bres y que Ramiro, más temprano que tarde, canjeará por
comestibles.
En una de esas licencias, el 19 de
septiembre de 1942, va junto a sus
amigos al vecino pueblo de Loimil a
la festa de la Virgen de la Salleta, sus
22 años reparan en una moza alta y
fuerte. Luego del baile la invita a dar
un paseo, el permiso que ella debe
solicitar al padre revelan sus escasos
15 años. Ramiro, con urgencias de
guerrero, va en busca de una muchacha
mayor que pueda decidir por sí sola si acepta estrecharse
castamente al son de un paso doble.
Pero la moza, a diferencia de él, sabrá esperar con
paciencia una nueva oportunidad, mientras tanto ten-
drá otras cosas en qué pensar. Celia sepulta su sueño de
ser maestra urgida por los apremios económicos que la
guerra ha dejado en miles de familias, la escuela secun-
daria estaba lejos de una aldeana que hubiera tenido que
trasladarse a Compostela con los consiguientes gastos de
vivienda y alimentos. Los estudios superiores son para jó-
venes de familias de
posibles.
A ella le tocaba contribuir con la economía familiar
aventurándose de noche con hermanos y amigas hasta
Carboeiro de Francia, el lugar donde se hallaba el yaci-
miento de wolframio, ya que la España franquista proveía
a los nazis de ese mineral imprescindible para el funcio-
namiento de sus submarinos. La tarea era peligrosa, ya
un vecino había sido asesinado por las patrullas que cus-
todiaban el yacimiento. Cuando después de la Segunda
Guerra el lugar fue clausurado, Celia se las arregló con
sus conocimientos de costura, cargando sobre su cabeza
una máquina de coser portátil recorría los pueblos veci-
nos para confeccionar prendas que las mujeres le solici-
taban. Las telas eran sencillas, el accesible liencillo o el
lino que durante meses procesaban las familias tras un
arduo proceso o, en contadas ocasiones, seda que llegaba
de Portugal.
Desde siempre, sin ser conscientes de la pobreza, nos ga-
nábamos buenamente la vida como podíamos, nuestra ri-
queza era la salud, el trabajo, la honradez, eso se mama
desde niño. Después de todo el dinero es lo que más rápido
se acaba.
Aquella moza alta que Ramiro había conocido en la festa
patronal volvió a coincidir con él, esta vez en una festa
de casamiento. Ya con 18 años Celia no tuvo necesidad de
solicitar el permiso paterno para acep-
tar el convite. Celia recuerda:
Nos volvimos a topar en una boda
en mi pueblo, Lamela, era un lugar
famoso por sus músicos que siempre
eran convocados para integrar las
bandas de música que iban a los pue-
blos cercanos donde al fn de la guerra
se organizaban bailes que ayudaban a
recuperar la alegría.
Rápidamente se pusieron de novios, en las aldeas no con-
venía que las muchachas
tontearan
demasiado para no
caer bajo la maledicencia vecinal. Ya se sabía que la excusa
de buscar agua en el manantial era ideal para el
cotilleo.
La quise a Celia desde el primer momento que la vi, siem-
pre me costó expresarme pero le hice saber que así era
…
Seguramente una prueba de ese amor la daba cuando la
visitaba los domingos, caminando cuatro horas, atrave-
sando montes y sorteando entre las piedras el cruce del
río Deza que separaba a sus pueblos.
Al poco tiempo falleció mi padre con el corazón cansado,
los dos años siguientes guardé luto por él, el brazalete ne-
gro me acompañó todo el noviazgo…
Ramiro había pasado desde los 18 a los 25 años bajo ban-
dera, cuando fnalmente fue licenciado de largo servicio
militar, primero como recluta y luego como reservista. Al
volver encontró una Galicia sumida en la miseria, si bien
no había sido zona de combates, la economía como en el
resto del país se había derrumbado.
Al principio yo también como muchos me dediqué al es-
traperlo… o mercado negro como es más conocido, de Por-
tugal o de ciudades grandes llegaban productos que luego
vendíamos en las aldeas de las rías baixas. El racionamien-
to era atroz, la loza, las telas era lo que más dinero daba.
Había vuelto luego de siete años en el ejército y sin un duro.
Con el tiempo pude entrar a trabajar en las cuadrillas que
a dinamita, pico y pala abrían de lunes a sábados los cami-
nos para instalar las vías del ferrocarril que uniría Orense
y Santiago de Compostela. Eran dos horas de camino hasta
llegar al río Ulla que dividía Pontevedra de La Coruña y
otras dos para volver a la casa.
De niño yo, como Celia, escuchaba historias de la
prosperidad de los indianos como se les llamaba a los pai-
sanos que habían ya emigrado y solían volver cargados
de relojes y regalos para la familia. Allí mientras picaba
la piedra tomé la decisión de emigrar, en un principio a
Cuba. Fue Celia quien me convenció que en Buenos Aires
había más posibilidades…
En junio de 1947, Eva Perón, la joven y bella primera
dama de la Argentina, visita la catedral de Compostela.
A la salida centenares de manos le entregan cartas a la
comitiva que la acompaña, solicitando emigrar a su país.
En la España de posguerra la aparición de esa mujer tan
ricamente ataviada despertaba los sueños de los que mar-
charían a esa tierra ubérrima, en muchos casos para no
seguir siendo una carga para los suyos:
(…)
una boca menos siempre era un alivio para los que
quedaban
.
En aquella época desde el puerto de Vigo salían
hasta el tope tres o cuatro barcos para Cuba, Puerto Rico,
Venezuela o Argentina. Así que en mayo de 1949 me em-
barqué en el Monte Udala rumbo a Buenos Aires. Acudí a
prestamistas, mi madre empeñó algunas tierras y así pude
comprar el pasaje. Mi hermano Florencio no pudo venir
por corto de vista y no pasó el examen físico en el consula-
do argentino de Vigo, en eso eran muy estrictos…
Su amigo Julio, a manera de augurio, le gritó cuando el
barco levó anclas:
Suerte tienes, allí te hartarás de pan de trigo.
Atrás quedaban la familia y Celia, a la que las vecinas mi-
raban con tristeza. Muchas de ellas decían que América
se tragaba a novios y esposos que eran seducidos por las
mujeres del país,
esas criollas que les hacían olvidar a los
hombres sus deberes familiares.
Pasarían dos años antes de que volvieran a reencon-
trarse. Cuando Ramiro le propuso seguirlo a Buenos Ai-
res ella no imaginó el llanto y la morriña al separarse de
su casa:
A la patria se la quiere como a los padres… aquello
fue muy duro… si no es por necesidad nadie deja la tierra
de uno…
Pero esa tierra que dejaba era también la tierra en que las
oportunidades eran para los acomodados del
régimen.
El trabajo era algo difícil de conseguir como no se tuvie-
ran relaciones y en su casa se repetía el dicho “no pidas a
quien pidió ni sirvas a quien sirvió”.
España se convirtió en la tierra de las venganzas que
se ejercían inmisericordes tras la Guerra Civil, en donde
Desde siempre, sin ser cons
-
cientes de la pobreza,
nos ganábamos buenamente la
vida como podíamos, nuestra
riqueza era la salud, el trabajo,
la honradez (...)
Ramiro Blanco, veterano de la Guerra Civil Española.
image/svg+xml
Voces Recobradas
8382
Revista de Historia Oral
Voces Recobradas
Revista de Historia Oral
8382
una denuncia anónima por no concurrir los domingos a
la iglesia o expresar discrepancias con el Caudillo podía
terminar con la prisión o, peor aún, con el
paseíto
, tras
el cual se terminaba acribillado al borde de un camino
o frente a la tapia de un cementerio. Mientras tanto, al
amparo de los montes, los guerrilleros antifranquistas
gallegos seguían luchando, como sus pares catalanes,
después de una década de finalizada la guerra, dirigi-
dos por Benigno Andrade García, alías Fousillas por
su lugar de nacimiento. Recién en 1954 con su caída y
ejecución mediante el garrote vil, la resistencia a Fran-
co es desmembrada en Galicia.
Buenos Aires
Al bajar del barco Ramiro se instaló
en una casa del barrio de San Nico-
lás, donde desde hacía años residía
una familia amiga de su familia.
Al poco tiempo ya trabajaba en las
noches como sereno en el Banco de
España y Río de la Plata y durante el
día en una carnicería. Unos meses
después dejó ese trabajo para entrar
al Hotel Claridge como ayudante de
cocina en el restaurant; el comis era el
enlace entre la cocina y el salón en donde pasaba los
pedidos a los mozos. Todo trabajo era bienvenido para
pagar las deudas contraídas en España para comprar su
pasaje a América.
Aquí fui feliz desde el inicio y trabajaba tanto que ni
tiempo de extrañar tenía... en aquel entonces la pros-
peridad de la Argentina era tan grande que todos los
días llegaban barcos con gente de Europa. En Galicia
por ejemplo… todos tenían aquí un amigo o un parien-
te, todos sabíamos que Perón se ocupaba mucho de los
pobres, incluso había mandado a España barcos llenos
de trigo y carne en una época que nos faltaba de todo.
Allí se pasaba hambre, sobre todo en las ciudades, y
ellos mandaban vida con cada barco... Por eso apenas
llegar a Buenos Aires comencé a trabajar… aquí la red
de solidaridad entre los paisanos gallegos funcionaba de
maravillas, en aquel entonces año cuarenta y nueve, ni
siquiera comprábamos el diario para procurarnos tra-
bajo. Yo en dos años pude cancelar mi deuda de viaje,
solo podíamos girar cien pesos según las leyes argenti-
nas pero la cancelé, ahora ya podía pensar en un futuro
aquí. Todo costó mucho esfuerzo…, no era cierto que
aquí se barría el dinero en las calles de tan próspero
que era este país, al menos eso tenía escuchado yo en
Galicia…
Al final de 1951 es Celia quien se embarca en el Entre
Ríos con quinientos pasajeros.
Hombres y mujeres llorábamos en el puerto de Vigo,
aquello parecía un entierro
.
Previamente a la partida se había presentado en el
consulado argentino de Vigo para demostrar su buena
salud y su capacidad para leer, sumar, restar y multi-
plicar. El viaje fue pasando entre
canciones de su tierra, tangos y las
risas ante un audaz que entonaba
la marcha peronista. Para ella todo
parecía una fiesta a pesar del haci-
namiento, en algunos camarotes de
ocho literas llegaban a dormir has-
ta quince personas.
Al principio se me cayó el alma al
suelo… la ciudad me parecía grande y
fea, todo era gris y comparaba con lo verde de Galicia…
aquí nadie se conocía por los nombres de sus casas, esto
era inmenso como no lo había visto. Lo único lindo era
mi novio que me esperaba en el puerto. Y mis hermanos,
que habían llegado antes que yo, Avelina, Luis y Anto-
nio… los cuatro trabajábamos en la bodega que habían
fundado mis tíos Jesús y Ramiro Gamallo Montero, ellos
eran hermanos de mi madre y los que nos abrieron el
camino a América. Con los años llegamos a ser seis de
los hermanos aquí, el resto de nosotros quedó en Gali-
cia. La bodega que fundaron nuestros tíos se llamaba
El gran poder y estaba en la esquina de Artigas y Asun-
ción… mi hermana y yo limpiábamos y cocinábamos
la comida de los hombres. La diversión era poca, con
Ramiro había poco tiempo y dinero para pasear, alguna
vez un baile en el Centro Lucense o visitar el Parque
Japonés de Retiro…
Villa Pueyrredón estaba llena de italianos, noso-
tros éramos el bastión gallego y a medida que la bodega
crecía fuimos llamando a otros paisanos que se fueron
instalando en el barrio. Cada hermano, cada antiguo
vecino que llegaba… era un pedazo de nuestra tierra
Nota de la redacción
————— ————— ————— ————— ————— ————— ————— ———
Este trabajo es un ensayo literario y fue aceptado por la secre-
taría de redacción teniendo en cuenta la riqueza de los testimo-
nios de Ramiro y Celia.
Las entrevistas fueron realizadas por Gabriel Seisdedos entre
noviembre y diciembre de 2014.
Bibliografía
————— ————— ————— ————— ————— ————— ————— ———
Barela, Liliana, Mercedes Miguez y Luis García Conde,
Algu-
nos apuntes sobre historia oral y como abordarla
, Buenos Aires,
Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico, 2da.
edición, 2012.
Devoto, Fernando,
Historia de la inmigración en Argentina
,
Buenos Aires, Sudamericana, 2013.
Fraser, Ronald,
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, Historia oral
de la Guerra Civil Española
, Barcelona, Crítica, 2001.
Pereda, Manuel Enrique,
Nuestra querida Villa Pueyrredón,
Buenos Aires, Del Carril impresores, 1985.
Schwartzstein, Dora,
Entre Franco y Perón. Memoria e iden-
tidad del exilio republicano español en Argentina
, Barcelona,
Crítica, 2001.
Aquí fui feliz desde el inicio y
trabajaba tanto que ni tiempo de
extrañar tenía... en aquel enton
-
ces la prosperidad de la Argenti
-
na era tan grande que todos los
días llegaban barcos con gente
de Europa.
que llegaba con ellos... Me llevó unos cuatro años perder
la morriña y sentir la nueva tierra como propia, en eso
ayudó la llegada de los hijos que fueron llegando des-
pués de casarnos… nosotros tuvimos tres, Juan, Mónica
y Antonio.
En abril de 1954 nos casamos en la parroquia
Sofía Magdalena Barat, aquí en el barrio… luego
brindamos con sidra y tuvimos una corta luna de
miel en el hotel que el sindicato bancario tenía en
Córdoba…
Ramiro entró a trabajar en la bodega familiar en 1956.
Mientras hacía el reparto de vino en alguno de los ocho
carros, fue testigo de la transformación del barrio de
Villa Pueyrredón:
Yo tomaba el tranvía 90 del centro que terminaba en
América, ahora se llama Mosconi, creo que por un ge-
neral, y Artigas. Artigas y Mosconi crecieron hasta ser
el centro comercial del barrio, ya no había que ir a Vi-
lla Urquiza para conseguir ropa o calzado, por ejemplo.
Ahora ni siquiera se hacen las fogatas de san Pedro y san
Pablo que eran tan bonitas y nos recordaban a Galicia…
Antes por todo Buenos Aires había gallegos a montones,
luego fueron llegando menos, iban para Suiza, Alema-
nia, Francia… eso fue por 1960 cuando Europa se re-
cuperó de la guerra. Para Galicia fue buena la emigra-
ción, el municipio de Lalín en Pontevedra creció mucho
gracias a las remesas que mandaban los que de allí se
habían marchado...
El matrimonio accedió a la casa propia en la calle Pa-
reja y mandó a sus hijos a los tradicionales colegios re-
ligiosos del barrio, Sofía Magdalena Barat, Cristo Rey,
el Damasa Zelaya de Saavedra, más conocido como el
Damasa.
La bodega con su cuñado Antonio González Gamallo a
la cabeza, el mismo Ramiro y sus paisanos Ismael Váz-
quez y José Vila Neira junto a otros gallegos, tomó el
nombre de Bodegas Galán y sus camionetas pasaron a
ser parte del paisaje cotidiano de Villa Pueyrredón.
Trabajamos a lo bestia. Cuando dejamos los carros por
los camiones todo costó mucho esfuerzo. Y trabajar en
la calle ya en esos tiempos era peligroso, a uno de nues-
tros repartidores, Silverio Cajaravilla, le asaltaron cin-
cuenta y tres veces, él las tenía contadas…
Yo trabajé en la bodega hasta los ochenta y siete años,
cuando ya me hice viejo. A Galicia hemos vuelto cuatro
veces, aquello ahora es distinto de lo que dejamos, se
han vuelto ricos. Las nuevas generaciones en España no
tienen idea de la miseria que se pasó, cuando lo conta-
mos nos miran como si ni lo creyeran…
Nosotros aquí en Buenos Aires hemos dado educa-
ción a nuestros hijos, les hemos visto crecer y formar
sus propias familias. Hemos prosperado… pero segui-
mos siendo en esencia los labriegos que éramos cuando
partimos…
Los silencios de Ramiro, el llanto contenido de la niña
que fue Celia al evocar el sufrimiento de sus padres por
los hijos que estaban en el frente, nos traen asordina-
damente a esta casa de Villa Pueyrredón todo el horror
de una guerra fraticida que ochenta años después aún
divide a España.
Más cercano al testimonio que a la entrevista, dejamos
que fueran ellos los que elijieran qué contar y qué callar.